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‘Un frío de nieve’, dos piedrecitas en un camino

Una madre hongkonesa y su hija australiana afrontan sus problemas de incomunicación generacional durante un viaje a Japón en esta primera novela de Jessica Au

Retrato de la autora Jessica Au.‘Un frío de nieve’, dos piedrecitas en un camino

A principios de año le había propuesto que me acompañara a un viaje a Japón. "Ya no vivíamos en la misma ciudad, y nunca habíamos explorado otros lugares juntas como adultas”, explica la narradora.

Su madre nació en Hong Kong, pero tuvo que trasladarse a Australia, donde se las arregló para criar y darle una educación a sus dos hijas.

Que sean una familia podría ser motivo de disputa si no fuera porque lo que postula Un frío de nieve, acertadamente, es que nunca acabaremos de conocer a nuestros padres, que estos siempre se guardarán para sí cosas que no saben que sus hijos desean saber de ellos y que tal vez ni siquiera recuerden.

Una familia, sugiere Jessica Au, es una conversación. Y la narradora de esta novela habla en inglés, pero su madre tiene el cantonés como primera lengua y, así, hay algo que se escapa en la comunicación entre las dos mujeres que ni la intimidad de un viaje juntas podría darles.

Jessica Au vive en Melbourne y publicó Cargo, su primera novela, en 2011. Un frío de nieve —­Cold Enough for Snow en el original— va a ser publicada en 18 idiomas y le ha permitido obtener la mayoría de los premios literarios que se conceden en Australia en este momento.

Quizás esto sea porque transcurre en Japón, un país que, aún hoy —piénsese en el último filme de Wim Wenders, el excelente pero tal vez algo tramposo Perfect Days, por ejemplo—, se nos presenta como el reverso del modo en que vivimos.

“¿No parecía increíble que hubiera existido gente capaz de observar el mundo —hojas, árboles, ríos, hierba— y ver sus motivos?”, se pregunta la narradora mientras visita con su madre un museo, entra a varias librerías, va a casas de té y a galerías de arte, realiza sola una excursión por el bosque o recuerda: la temprana decepción amorosa de un hermano de su madre; los dos viajes que hizo su hermana a Hong Kong, en uno de los cuales conoció a su futuro marido; el tiempo en que la narradora trabajó como camarera; una profesora de literatura antigua y el gesto que ésta tuvo con ella y cambió su vida; un noviazgo; la visita al padre de su marido.

Hay algo contemplativo en todo ello que en ocasiones arroja a la autora en brazos de un objetivismo escolar: “Me puse unas pantuflas y me acerqué a la taquilla a pagar.

  • La taquillera cogió mis billetes y me dio el cambio en monedas, además de dos entradas y dos folletos impresos en un bonito papel blanco”, etcétera.
  • Pero lo que redime a esta novela es su reflexión sobre el arte —tan importante para la narradora— y el modo en que éste, en sus palabras, “muestra el mundo no tal como es sino [como] una versión de cómo puede ser, insinuaciones y sueños mejores que la realidad (…) y por tanto infinitamente fascinantes”.

Y la redime también esa relación entre una hija que quiere penetrar en un secreto que su madre tal vez no tenga y en una madre que, como muchas de ellas, es simplemente feliz en la compañía de su hija.

Recorren Japón como “dos piedrecitas en un camino” que “una escoba empuja hacia delante”, y hay algo especialmente conmovedor en el hecho de que el único modo que la mujer tiene para comunicarse con su hija sea a través de la lectura del horóscopo.

“En los rincones ocultos del alma podría existir de todo”, piensa la hija. Pero para la madre, la hija no tiene secretos: “Las personas nacidas el mismo día que tú son idealistas en su juventud. Para ser verdaderamente libres necesitan asumir la imposibilidad de sus sueños, y por ende hacer una cura de humildad, sólo entonces serán felices”, recita. Y a continuación le lee en voz alta su propio signo.