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Tras las huellas de una desconocida

El hallazgo de un diario íntimo en el que se cuenta una historia de amor interrumpida empuja a la protagonista de ‘Estaré sola y sin fiesta’, de Sara Barquinero, a emprender un viaje

Primera parte 1

La escritora Sara Barquinero.Tras las huellas de una desconocida

En el año 2000 científicos estadounidenses descubrieron que se trataba de un único espécimen. 

Árboles perennes milenarios morían en distintas partes del bosque a kilómetros de distancia, sin motivo. Una civilización más antigua podría haber pensado que se trataba de la obra de un dios, justo o cruel, que exigía la muerte de un árbol como sacrificio o necesidad. Tal vez solo por capricho. Los americanos buscaron una causa común, y allí estaba: el mismo ADN, firmándolo todo. Una repetición perpetua de la misma enfermedad, que hacía del bosque un cuerpo único, perfecto.

Por su tamaño, dice la revista, debe llevar unos dos mil quinientos años sobre la Tierra. A pesar de esto, nadie nunca se ha preocupado de darle un nombre propio, como sí lo tienen otros fenómenos más fugaces pero agresivos. Tifones, huracanes. Solo tiene el de especie: Armillaria ostoyae. No se trata de una seta gigantesca y amenazadora, ni de un moho que ensucie la madera o el suelo. Hay fotografías de los árboles caídos, pero el hongo casi nunca aparece. No existe el mal, solo su representación, una fuerza invisible que hace que los árboles se doblen en las fotografías.

Su inclinación lleva a pensar en un cansancio casi humano. Árboles perennes, hechos para durar para siempre pero, de pronto, demasiado cansados. Comidos por dentro. Y ella piensa que le da pena. Que qué horrible es esa sustancia parásita, que se aprovecha de la vida de todo un bosque, sin dignarse siquiera a mostrarse para reclamar su destrucción.

La revista no le da mucho más espacio al bosque de Oregón, apenas una página doble. 

Después, un artículo sobre inmunoterapia. Otro sobre cómo relajar con yoga a tu perro, los gadgets de moda en Wall Street. No los lee. Sigue pensando en el hongo. Armillaria. Compró la revista en la estación con la esperanza de que la calmara y la ayudase a dormir, pero está muy nerviosa. Su compañero de asiento se mueve demasiado. No para de recibir mensajes en el móvil y los contesta sin silenciar el ruido que hacen sus dedos al pulsar la pantalla.

Cierra la revista. Apoya la cabeza en el cristal, siente el dolor del frío contra la piel, la luz contra los párpados cerrados, el ruido contra su sueño, el plástico del asiento contra el cuello, doblado de forma antinatural, torcida como un árbol de un bosque en Oregón. Tal vez no sea tan terrible, el destino de ese árbol. Siempre acompañado hasta en su último instante, arropado. Asesinado por aquel que le daba un sentido más allá de sí mismo. Muerto por la comunidad, como algunos animales se sacrifican por la manada, como lo hacen también algunos seres humanos: ancianos inuit por el nieto que nace, el débil por el fuerte. Una comunidad de ochocientas noventa hectáreas, una conciencia colectiva que no permite ni el miedo ni la incertidumbre ni la duda, como no se siente ni miedo ni incertidumbre ni dudas en el seno de una manifestación. Morirse así no sería exactamente morirse. Marcharse no sería exactamente marcharse. Imposible el abandono. Y qué hermoso sería aquello, que todo fuera al final una misma cosa. Latiendo con todo el bosque a la vez que emites tu último suspiro. Tu muerte inmortalizada en una revista europea. Suponiendo que los árboles suspiren. De repente, una voz en la distancia, luces más brillantes. Una voz que dice que ya han llegado a su destino. Un montón de cuerpos levantándose a por sus equipajes, refunfuñando, riendo, hablando, rozándose solo por error. Baja su maleta, está cansada, no ha dormido nada. Aguarda a que paren por completo. Toca el suelo firme con los pies y tira la revista a la papelera. No hay nadie esperándola.

2

Está en la ciudad por una circunstancia desagradable. Una muerte, con su velatorio y con su entierro. Era la madrugada del miércoles cuando su madre le escribió. Ella estaba despierta. Llevaba semanas sin poder dormir bien por el calor, pero no lo leyó hasta hora y media más tarde. Después no podía dejar de pensar en todo lo que había sucedido mientras no miraba, en cómo los minutos habían sido una cosa tan distinta para su madre y para ella, que solo perdía el tiempo en el sofá. Varios mensajes separados por intervalos desiguales: «Se ha muerto la tía Antonia». «Ángel y yo estamos en el hospital, sus hijos no han venido, tampoco sabemos nada de tu padre.» Una reprobación tácita incluso en un momento así. A las cuatro y media, información práctica: «El velatorio será mañana, el entierro el viernes». Por último, un tímido «¿Vas a venir?».

Le costó asimilar el mensaje. Se. Ha. Muerto. La. Tía. Antonia. En realidad, la tía Antonia no era su tía. Era la tía de su padre y llevaba casi ocho años sin verla. La visitó durante su primer año en la residencia de ancianos y no se atrevió a volver nunca más, pues ya la consideró muerta entonces. Ha muerto, pensó esa noche. Es increíble. Ha vuelto a morir.

—Ha muerto —le dijo al silencio del estudio.

Hizo café. Carlos seguía en el dormitorio sin inmutarse, a pesar del sonido de la cafetera, de su voz alzándose en el salón vacío. Siempre le dice que lo despierte si no puede dormir, pero nunca se entera si abandona la cama. No le pidió que fuese con ella al día siguiente, él aún tenía que trabajar. Volvería el sábado para comenzar sus vacaciones, volar a Cannes juntos. Carlos lo entendió, aunque trató de convencerla de que una tía abuela no era tan importante: ¿quizá podía ella no ir? No. No podía. Comprendía que él no la acompañara, pero tenía que marcharse. Incluso lo prefería: apenas llevaba un año y medio viendo a Carlos, pero él no deja de buscar oportunidades para conocer a sus padres. Así que cogió un tren y luego un taxi y ya está en casa, sin lograr dormir ni un solo instante.

Su madre y Ángel la esperan en un Nissan viejo para ir camino al velatorio con su primo Ignacio. Se pregunta cómo se sentirá Ángel, yendo al entierro de una familia prestada.

—¿Estás mareada?

—Un poco.

Se pierden. No saben cómo llegar a la funeraria. El GPS no ayuda y tardan mucho más de lo necesario. Desde el asiento delantero, Ignacio no para de hacerles reír: risa por los callejones sin salida y las vueltas en círculo; risa por otras veces que Ignacio se ha perdido yendo a sitios importantes y ha llegado tarde, o no ha llegado. Ríen, tienen tantas ganas de hacerlo. Una y otra vez la misma gasolinera y de nuevo la misma risa absurda: ya hemos hecho la tontería del día, dice Ignacio cada vez que vuelven al mismo punto. Pero al final lo encuentran. 

Un cartel con el nombre de la funeraria. Una flecha a la derecha. Seiscientos metros. Callan, sus risas se detienen de golpe. Su madre llena el silencio en su lugar.

—Murió con la radio puesta. Su vecina de habitación se quejó de que la radio estaba encendida hasta tarde, y cuando los enfermeros entraron, llevaba muerta ya un rato. No se sabe exactamente la hora.

Añade detalles: cómo los despertaron, cómo fueron al hospital. Nadie esperaba que la tía Antonia muriera entonces. Tenía una vejez estable, solo dolores, olor agrio, senilidad. Ella misma tampoco esperaba hacerlo ese día: había dejado sus cosas preparadas para pasar la noche y para el día siguiente. El vaso de agua, el pañuelo, la ropa doblada.

—Es una lástima —juzga su madre—. Le quedaban solo dos semanas para su cumpleaños. El de su hijo mayor acaba de ser. El tuyo es en septiembre y el de tu padre era en noviembre, aunque a saber dónde anda ahora.

Se acercan a los puntitos negros del pasillo, y estos se concretan en personas que dan abrazos y que lloran, que se reivindican vecinos, familiares, amigos. Trabajadores de la residencia y compañeras de patio en una esquina, mirándolo todo sin atreverse a interactuar con nadie; los ojos de algunos cubiertos con una capa traslúcida de estupidez. Le gustaría saber cuándo murió exactamente, qué estaba haciendo ella en ese instante, si tuvo alguna sensación extraña, algún aviso o premonición. Es una pena que todo el mundo permaneciera ignorante mientras un aliento se apagaba. Piensa en las personas que mueren sin que nadie tenga consciencia de ello hasta muchos días más tarde, en esa otra anciana, molesta por una radio encendida a altas horas, en la idea de una ropa doblada para el día siguiente, todas esas labores a medias en los talleres de la residencia de ancianos: en esa candidez. Pasar el día haciendo una montaña y morir subiendo la cuesta. Se acuerda de las postales pintadas a mano que la tía Antonia seguía enviando por Nochebuena, y en cómo su madre repetía cada año: «Qué tierna, se aburre». Llamaba aburrimiento al cansancio porque vejez es una palabra muy fea. Pero era la adecuada.

Su madre le aprieta la mano, le señala con la barbilla a unos familiares mientras alza las cejas. ¿Qué haces?, dice sin abrir la boca, acércate a saludar. Ángel e Ignacio se pierden en la muchedumbre que llora.

—No he dormido bien esta noche —se disculpa—. No me funciona bien la cabeza.

Detesta estar allí. El ataúd abierto, como un decorado tétrico para las conversaciones más banales. Voces que se recrean en el pasado, en el pueblo y en infancias de posguerra, otras que preguntan por el futuro: ¿ha empezado tu prima la universidad?, ¿vas a continuar en ese trabajo? O incluso cuestiones más frívolas: ¿os habéis comprado el coche?, ¿cuándo vas a irte de vacaciones?, ¿a dónde? Y la pregunta incómoda, la que esperan que ella o su madre formulen a los miembros de su familia política, la que sin duda debe molestar a Ángel: ¿has sabido algo de tu padre? Sin preocupación real, como si solo quisieran un entretenimiento hasta conseguir permiso para marcharse.

Habla más de lo que suele: de la empresa en la que trabaja, de sus últimos proyectos, de Carlos, de Cannes. Se siente desahuciada, desparramada en todas esas palabras que se ha visto obligada a pronunciar, en las oraciones, llantos, promesas que se acumulan en liturgia. 

Una hora más tarde hay un embotellamiento en la puerta de la capilla porque todos quieren irse, pero nadie se atreve a ser el primero en abandonar la sala. Menos ella. 

Dice que tiene que pasear y su madre la censura con la mirada. Qué haces. Pero la deja marcharse. No, no es que la deje. No puede detenerla.

Decide volver a casa a pie. Pasea junto a la orilla del canal y entonces lo ve. No es habitual para ella caminar por esa zona: es la ciudad en la que nació, pero ya no vive ahí, y su casa ni siquiera estaba cerca cuando aún lo hacía. Con todo, camina con el descuido de quien conoce bien el lugar. Con esa tranquilidad. Y casi le da tiempo a pensarlo. Ve un contenedor naranja, desbordado al otro lado de la carretera y se da cuenta: este es un instante único. Va a serlo. Como si ya presintiera ese «sucedió algo» por el que los hechos adquieren la consistencia de una historia. Y se lamenta, le da tiempo a hacerlo mientras cruza la carretera. Lamenta que sea algo que comience por azar y no como respuesta a un acto heroico, o a una rutina consciente que ha podido controlar.



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