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‘Arte sonora’ el día en que la filosofía robó a la música el conocimiento de la verdad

Santiago Auserón, líder de Radio Futura, firma un ensayo donde reflexiona sobre cómo la lírica se anticipó al pensamiento, preparándole el camino para trascender las apariencias

Desde la mistérica y matemática armonía de Pitágoras hasta la filosofía de la nueva música de Theodor Adorno y su producción comercializada de masas, los filósofos siempre han reflexionado sobre el arte sonora y su relación con la filosofía. Rousseau o Nietzsche nos dejaron páginas melódicas sobre el arte de Euterpe, incluso no pocos filósofos se atrevieron con la composición musical. En nuestro país, Eugenio Trías nos legó sus argumentos musicales como otro ejemplo del engarce entre música y filosofía y Ramón Andrés nos regaló una historia de la filosofía de la música buscando consuelo en la música como Boecio lo buscó en la filosofía.

El músico y escritor Santiago Auserón, en 2018.‘Arte sonora’ el día en que la filosofía robó a la música el conocimiento de la verdad

RELACIÓN

De todos es conocida la relación de Santiago Auserón con el arte sonora como cantante y compositor de Radio Futura. Bajo el nombre de Juan Perro ha grabado también discos e incluso se ha adentrado en los terrenos del jazz, la música sinfónica, la etnomusicología y obtuvo el Premio Nacional de Músicas Actuales en 2011. Su faceta polígrafa es también conocida y cuentan entre sus títulos obras como El ritmo perdido. El influjo negro en la canción española (Anagrama) o Semilla del son (Libros del Kultrum) sobre el hechizo de la música cubana. Pero quizás sea mucho menos conocido de su trayectoria vital que estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y que completó su formación filosófica en París bajo el magisterio de Gilles Deleuze, otro filósofo cuyo pensamiento está atravesado por la música.

  • En Arte sonora reflexiona Auserón sobre cómo la lírica y la música se anticiparon a la filosofía preparándole el camino para trascender la apariencia. Se nos recuerda cómo en los albores del pensamiento occidental el valor cognitivo de la armonía y del ritmo contribuyeron al desvelamiento del ser, y se nos descubre cómo la imaginación sonora señaló a los griegos de la antigüedad el camino hacia la abstracción.

La armonía entre el habla y el sonido, entre la danza de Terpsícore y el canto de Erato, ya inició su andadura como mousiké en el terreno del mito, en los himnos religiosos bajo la inspiración de Apolo y su peán o mediante el ditirambo de Dioniso, en el acompañamiento de la forminge de las aladas palabras de Homero o en el largo viaje de la oralidad a la escritura cuando la performance musical en los coros líricos o en el coro de Melpómene de la tragedia armonizó el espacio dramático, el espacio cultual y el espacio cívico, esto es, el arte con la religión y con la política.

El aedo o el poeta, mucho antes que los pensadores jonios del siglo VI a. C., recibieron de las Musas en sus oídos la revelación de lo que se oculta en las profundidades del ser. Mediante una función fabuladora y sonora, como diría Bergson, se sirvieron tanto de la palabra como de la lira o la flauta para dar respuesta a los requerimientos del ser y del devenir y no son pocos los que, como Auserón, han reivindicado al citarista como el primer educador de Grecia.

Si ya el mito preparó el advenimiento de la filosofía a través de los mitos musicales, en los albores del pensamiento griego el filósofo se sirvió también de la sonoridad para experimentar el devenir fluyente y la estabilidad de los primeros principios; el logocentrismo occidental, como señaló Nietzsche y con quien Auserón dialoga a lo largo de este denso, profundo y melódico ensayo, se sirvió en sus orígenes de la palabra y de la música como expresiones complementarias para el desvelamiento de la verdad en el mundo, aventura del saber que no solo se valió del pensamiento discursivo, a la postre el dominante, sino que el paso del mito al logos o, mejor, la relación entre mito y logos, bebió del manantial sonoro de la música. Incluso se enhebró una dimensión ontológica de la memoria en la que la evocación evanescente de los recuerdos individuales, el don de la videncia, dio paso a la intuición de una realidad permanente, a una epistéme o anamnesis de las formas inteligibles, en la que, como nos reveló Platón, deberían seguir ahondando los sucesivos aspirantes a depositarios del saber. Pero eso pronto ya no seria posible como poetas-músicos, desacreditados como maestros de verdad en la platónica ciudad ideal, sino tan solo como filósofos e hijos de la razón, del logos.

La filosofía nació con la voluntad de arrebatar a la palabra cantada o recitada la facultad de desvelamiento de la verdad, la memoria del logos, sustituyendo la melodiosa sonoridad verbal y musical, la metáfora, por el discurso petrificado, por la rigidez del concepto.

Desde el canto de Homero al de Píndaro, desde la lírica monódica a la lírica coral, desde los elementos rítmicos de Aristóxeno de Tarento y las partes cantadas de las tragedias de Esquilo o las comedias de Aristófanes hasta la lógica del ritmo de Sócrates, Platón o Aristóteles, Arte sonora de Santiago Auserón nos recuerda cómo el verso, el metro, el pie, la melodía y el ritmo, la danza, la trama sonora, fueron y pueden ser una orilla privilegiada desde la que otear el caudal del ser, desde donde rehacer el pasaje del mito al logos y volver sobre el sustrato musical del pensamiento que nos desvelaron los antiguos griegos, mucho antes de que la palabra impusiera su dominio sobre la música, sobre el arte sonora, en ese desvelamiento del ser en que consiste la labor de la filosofía.



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