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Mitología grecomexicana para narrar la tiranía del deseo

Jordi Soler imbrica las tradiciones grecolatina y prehispánica en una novela cargada de simbolismo donde se enfrentan dos formas de poder: la belleza y el terror

Mitología grecomexicana para narrar la tiranía del deseo

La imaginación de Jordi Soler echa raíces en la sierra de Veracruz donde creció, en un universo primario sobre cuya imprimación infantil ha añadido las inquietudes sociales del escritor adulto. De manera semejante, su prosa magnífica se ha fraguado con el idioma de aquel fondo, un español mexicano denso y eufónico veteado del castellano de otras latitudes. Así fue en Los hijos del volcán (2022) y así es en esta poderosa novela de aliento mítico en la que los mitos grecolatinos se imbrican con los prehispánicos multiplicando mutuamente su resonancia simbólica. El epicentro de la novela es la pugna entre dos formas de poder: el que propicia la belleza física, devastador para quien la posee avaramente —y más para quien la desea sin fruto—, y el poder omnímodo que se impone mediante el terror y la muerte. El primero lo encarna la divina Artemisa —creada sobre la matriz de Afrodita—, mientras que el segundo lo representa el cacique Teodorico, una suerte de Pedro Páramo despiadado que únicamente se siente inerme ante la hermosura inaccesible de esta nueva Susana San Juan. Pero si Artemisa ejerce sobre él un efecto hipnótico y transformador, también ella es víctima de esa misma seducción irresistible… por parte del majestuoso toro blanco que emerge de una laguna en el primer párrafo del relato.

Desde ese instante, el lector sabe que el cañamazo narrativo que utiliza libremente Soler es el del toro blanco que hizo surgir del mar Poseidón y cuya hermosura cautivó al rey Minos. Al negarse este a ofrecérselo en sacrificio, el rey de las aguas se desquitó haciendo que la reina Parsifae cayera rendida ante el toro y concibiera con él al Minotauro. Es obvio que Artemisa es un avatar de Parsifae y el cruel Teodorico lo es de Poseidón, pero en ellos se reflejan otros mitos, como el del contrahecho Hefesto y Afrodita, o el de los aztecas Tezcatlipoca, dios nocturno del mundo material, y Xilonen, diosa de la fertilidad. Soler ha sabido sacar partido de estas confluencias míticas, dando un nuevo sentido al “método mítico” de que hablaba T. S. Eliot al explicar la técnica de James Joyce en el Ulises. Pondré un solo ejemplo: uno de los personajes mejor diseñados, el de Wenceslao, inventor, gay, amigo de Artemisa y rey de la fiesta allí donde acude, está forjado sobre la remota matriz del Dédalo mítico, y no digo más para no ser aguafiestas.

Sobre el fondo de esta aleación grecomexicana, Soler compone un relato universal acerca de la fuerza tiránica y destructiva del deseo o, lo que es lo mismo, de la belleza abrasadora que lo suscita. También sobre el imperio arriesgado que esa belleza otorga: el de encandilar a todos y disponer de su voluntad, un poderío que puede volverse tan adictivo como dañino. Se trata de un relato en dos tiempos muy bien medidos, separados por 25 años, dos momentos en los que crece gradualmente el desafío de la bella hacia el monstruo en medio de una pululación de criaturas espléndidas (la Negra Moya, Chelo Acosta y sus pupilas, el profesor Brambila…) que parecen asistir a un desenlace inevitable. El relato tensa la cuerda entre los dos poderes hasta que su tirantez es insostenible y se desencadena la victoria de uno sobre otro, sin prisa, con metódica atrocidad, que es lo que refiere un atinado narrador interno, alguien que fue admirador, como todos, de Artemisa, uno de tantos que quiso y no pudo alcanzarla y tuvo que resignarse a ser testigo de su error y del horror subsiguiente. No creo que se pudiera contar con más fuerza.