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Bucear en un cerebro cósmico

Un libro se sumerge en las más de 8.000 páginas que dejó escritas Philip K. Dick, el autor de ciencia ficción a raíz de una serie de visiones y momentos de iluminación comenzados en 1974

Un fotograma de la película Blade Runner.Bucear en un cerebro cósmico

En febrero de 1974, un dentista administró a Philip K. Dick, el escritor, el autor de la entonces aún no tan famosa ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? —la novela que dio pie al Blade Runner de Ridley Scott—, y de la ganadora del Hugo, Un hombre en el castillo, una dosis de pentotal sódico aparentemente convencional. Una dosis aparentemente convencional que resultó excesiva para el cerebro expansivo, eléctrico, del tipo que vio a Dios en un rayo láser rosa, el mismo tipo que sufría interferencias que le situaban en un pasado remoto —la antigua Roma— cuando se acerca al mostrador de una tienda, o a casi cualquier parte. ¿Que qué ocurrió? Que, esa misma tarde, cuando la repartidora de la farmacia le trajo a casa un analgésico, tuvo su primera visión. Más que una visión fue algún tipo de apertura hacia un conocimiento vasto y total del universo.

A partir de entonces, Dick se dedicó a explicar en qué había consistido aquella visión repentina —todo lo precipitó el collar de oro que llevaba la repartidora, collar que representaba un pez, signo utilizado por los primeros cristianos, según ella—, visión a la que siguieron una pequeña infinidad de visiones más. Una de ellas le tuvo ocho horas contemplando obras de arte —”cientos de miles de imágenes de arte moderno absolutamente increíbles”— que simplemente se le aparecían ante los ojos, sin saber de dónde habían salido y sin que nadie más pudiera verlas. Otra le llevó a bautizar a su hijo Christopher en casa, y una más, a recibir la visita de una “entidad plasmática roja y dorada”, y a escuchar la radio tanto si estaba enchufada como si no. El corpus de su, a partir de entonces, obra en marcha, llegó a tener más de 8.000 páginas.

En ellas se sumergieron, a petición de la familia —los hijos de Dick, comandados por el agente Andrew Wylie—, Pamela Jackson y Jonathan Lethem, para tratar de ordenar y dar sentido al caos. Un caos formado por, sobre todo, escritura en solitario —en libretas, espolvoreadas gráficamente con dibujos del todo incomprensibles, pequeñas unidades de esquemas que representan la forma en que la idea, o el mundo, entra y sale de un cerebro en permanente y totémica expansión—, pero también cartas —cartas en las que incluía decenas de páginas de ideas sobre lo que le estaba pasando, y lo que le estaba pasando era que se había convertido en un ente de desencriptación del mundo—, teorías —que se llaman a sí mismas cosas como “una teoría soviética loca”, o que hablan del “otro universo” como “una mente inteligente y pensante”—, y religión.

Porque es cierto, Philip K. Dick podría haberse erigido en líder de una secta cósmica de haber querido con semejante biblia escrita. Y nada tendría que envidiarle, su propia religión, a la del otro escritor de ciencia ficción que puso en marcha una —Ron L. Hubbard, sí, el creador de Cienciología—. Sería, la religión dickiana, en realidad, su versión implosivamente introspectiva y, en cierto sentido, intelectual, beat y demiúrgica. Divididos en carpetas, los capítulos de esta monumental —y sobre todo, imposiblemente bien seleccionada, y traducida— obra se leen con la desesperación con la que fueron escritos, en un intento por reconstruir el sentido holístico de toda una vida. Dick regresa, una a una, a todas sus novelas, en busca de pistas de aquello que su cerebro había captado ya del caos universal, y trata de recomponer un yo atravesado por el cosmos.

Tiene, el libro, un valor documental excepcional. No únicamente por la manera en que vuelve, casi como una obra que estuviese construyéndose ante los ojos del lector, sobre el momento de conexión con lo absoluto —cosa que ocurrió los meses de febrero y marzo de ese 1974, conocidos, en clave dickiana, como 2-3-74, los meses 2 y 3 del año 1974—, y por lo tanto, como sustrato de la obra visionaria del propio autor, sino también por lo que puede llegar a revelar a nivel neurológico. La plasticidad con la que expone el flujo de su pensamiento, un pensamiento propio de las víctimas de lo que se ha dado en llamar epilepsia del lóbulo temporal —asociada con la hipergrafía y la hiperreligiosidad—, es un hito conductual también sin precedentes. En definitiva, una obra mayor, a la que hay que entregarse como se entregó Dick a lo desconocido, sin prejuicios.