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Trescientos motivos para detener un instante

Una muestra alude al medio fotográfico como herramienta para percibir y acercarse a la realidad, a la relación del hombre con el mundo

La fotografía, este medio visual que, pese a su corta historia de casi dos siglos, sometido a un desaforado auge universal y a una difusión masiva, experimenta una clara banalización. 

Giorgio Sommer, ‘Casa di Marco Olconi, Pompei [Casa de Marco Olconi, Pompeya]’, 1862-1870. Papel a la albúmina, 27,8 x 36,9 cm.Trescientos motivos para detener un instante

REFLEXIÓN

En un mundo sobresaturado de imágenes, estas podrán servir para distraer más pero invitan menos a reflexionar. 

De ahí que, bajo el título de Detente, instante. Una historia de la fotografía, frase que hace alusión no solo a lo que consigue el fotógrafo con su cámara, sino también aquello que Goethe hizo desear a Fausto en un momento de plenitud, la institución Fundación March ofrece un sugerente recorrido para todo visitante dispuesto a detener su mirada más de un instante. 

A dejarse atrapar por la ambigua naturaleza del arte de la fotografía y su indudable capacidad para encender la imaginación y trasladarnos por extraordinarias sendas.

Son trescientas las imágenes que presentan el fructífero fluir de un medio que va desde la década de los cuarenta del siglo XIX hasta el año 2017 y en el que confluyen doscientos cincuenta fotógrafos. Diferentes maneras de mirar al mundo que dan forma a una de las historias posibles de la fotografía.

Una historia concebida por Manuel Fontán del Junco, Ulrich Pohlmann y María Zozaya, que de cuando en cuando interrumpe el orden cronológico concebido para evidenciar “el baile del tiempo”. 

“El característico adelantarse del arte a su tiempo histórico” así como “la presencia intempestiva del pasado” que se percibe en algunas de las obras más actuales. Así, el chocante retrato de un hombre al que le sangra la nariz, firmado en 1995 por Jeff Wall, —exponente de la fotografía posconceptual cuya obra abunda en las posibilidades expresivas de la tradición figurativa—, comparte espacio con el dulce y al tiempo pavorosamente meticuloso retrato de la hija de Franz Hanfstaengl realizado en 1855.

  • “Si algo hace la cámara mejor que ningún otro medio es mostrar lo absolutamente especifico, y por tanto lo imperfecto, lo transitorio, lo chocante, lo vulgar”, nos recuerda Antonio Muñoz Molina en uno de los textos que incluye el catálogo que acompaña a la exposición.

Los fondos de la exposición pertenecen a dos de las colecciones de fotografía más importantes de Europa. Una de ellas española, la de Enrique Ordóñez e Isabel Falcón, y la otra, la perteneciente al alemán Dietmar Siegert. Ambas colecciones comenzaron a fraguarse en los 70, cuando la fotografía era tímidamente reconocida como una disciplina artística dentro del mercado del arte y eran pocos los museos que prestaban atención al medio.

Las distintas consideraciones que guiaron a estos coleccionistas a la hora de atesorar sus fondos, a ese expresión personal de un mundo que evidencia toda colección, les sitúa como los primeros curadores de esta historia.

La colección Siegert destaca por la abundancia de obras del siglo XIX mientras que la Ordóñez Falcón, compuesta por más de un millar de piezas e integrada en gran parte el TEA Tenerife Espacio de las Artes, ejemplifica las principales corrientes del siglo XX. Fenton, Cameron, Le Gray, Nadar, Muybridge, Atget, Man Ray, Sander, Rodchenko, Arbus, Shore, Avedon, Ruff, Goldblatt, Tillmans, García Alix y Joan Fontcuberta figuran entre otros muchos artistas de referencia.

Dividida en seis partes, la muestra alude al medio fotográfico como herramienta para percibir y acercarse a la realidad, a la relación del hombre con el mundo, a través de obras tan célebres como desconocidas, (se echa en falta la presencia de más autores españoles, proviniendo los fondos de la que es considerada la colección privada más importante de España) que establecen correspondencias, ayudadas por un montaje de paneles colgantes, y dan pie a sorprendentes entramados.

Al tiempo se establecen distintos hilos conductores, bien a través de los objetos inanimados que aparecen en la fotografías, o a través de los espacios vacíos, de la belleza de los cuerpos , de gestos y posturas, o de la relación del hombre con su trabajo.

“Con toda probabilidad, la lección más importante que podemos aprender al contemplar estas trescientas obras maestras de la fotografía es que la forma no solo tiene algo que decir; la forma es la declaración misma, el núcleo esencial, tanto en la fotografía como en la pintura”, escribe Paul Ingendaay.

“Por eso necesitamos estudiarla, necesitamos colecciones y museos que dispongan de mucho espacio y cuenten con un principio organizativo convincente”.

Tal y como apunta Ulrich Pohlmann, “hoy en día es casi imposible imaginar con que curiosidad, con que asombro y también con que sobresalto reaccionó la opinión pública ante la invención de la fotografía en 1839?, pero si algo consigue esta muestra es enfatizar que el poder del medio fotográfico sigue estando en promover el enigma a través de su quietud muda.

En su facultad para llevarnos por caminos impredecibles y laberínticos vericuetos. Interrogantes que confunden tanto como siguen fascinando. Intrigando, seguramente con la misma fuerza que hace dos siglos, a todo aquel dispuesto a detenerse, a dejarse seducir durante más de un instante.

“Lo que revela la foto no podría ser descubierto por ningún otro procedimiento”, escribe Muñoz Molina, “algo trémulo, desordenado, áspero, muy frágil, una vida al desnudo, una presencia no filtrada por lo saberes visuales del arte”.

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Brassaï, ‘Les lézardes [Las grietas]’, 1931-1933. Plata en gelatina, 17 x 27,7 cm. 

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Man Ray, ‘Les Larmes [Las lágrimas]’, c. 1930. Plata en gelatina, 75 x 91,5 cm. 

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Anónimo, ‘Sin título’, 1880 - 1890. Ferrotipo, 8,5 x 6 cm.



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