buscar noticiasbuscar noticias

‘Me interesa el olvido colectivo’

El escritor argentino regresa a la primera línea literaria con dos novedades: ‘Me acuerdo’, relato fragmentario inspirado en su infancia, y ‘Confesión’, una novela sobre la monstruosidad cotidiana en los tiempos de la dictadura de Videla

El 19 de marzo de 2020, cuando en la Argentina comenzó el confinamiento obligatorio debido a la pandemia de la covid-19, el escritor Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) envió este mail desde la casa de Palermo, Buenos Aires, donde vive: “Hoy es el primer día en más de 30 años que paso sin ir a un bar. No perdí las ganas de vivir, pero se me han debilitado fuertemente”. Pasa muy poco tiempo en las casas que habita. 

‘Me interesa el olvido colectivo’

En él, frases como “Siempre voy a estar mejor en un bar que en mi casa” dan cuenta de una manera de habitar la ciudad que es, sobre todo, una manera de escribir: lo hace a mano y en bares. La compañía indiferente de los extraños produce lo que necesita para concentrarse: un vaivén entre ensimismamiento y dispersión. Como además usa un teléfono celular antiguo, sin Internet, el carácter de cápsula que adquieren esos espacios es absoluto. En el confinamiento, la imposibilidad de salir, sumada a la posibilidad de conectarse en todo momento, aseguraba que el impacto de la desconcentración se desplegaría en grado máximo. Sin embargo, un martes de junio por la tarde, cuando lleva más de 80 días encerrado, dice:

—Yo nunca había pasado un día completo en mi casa. Entonces pensé que no iba a poder. Y pude especialmente bien. Dije: “Si es adentro, reforcemos el adentro”, y empezó a tener los beneficios del aislamiento. Hay una cantidad de tiempo dedicado a compromisos sociales que ahora no existen, y eso es un descanso. Las dos cosas que extraño son los cafés y el fútbol, pero partidos no hay y los cafés están cerrados. Eso me ayudó a calmarme: entender que no me los estoy perdiendo, que no hay.

“Antes del confinamiento no había pasado un día entero en casa. Pensé que no iba a poder. Pero pude”

Improvisó un espacio de trabajo en la que fue durante años la habitación del hijo de su mujer. Kohan no lo llama “mi estudio”, sino “el cuarto de Jeremías”, para subrayar el carácter transitorio de la situación, y pasa horas allí dando clases de Teoría Literaria para cinco universidades a través de la plataforma Zoom, inmerso en el mundo digital al que sigue siendo reacio (“Para mí esto no va a durar un minuto más de lo necesario”). Ahora está en ese cuarto, de espaldas a una bandera del club Boca Juniors, uno de los equipos de fútbol de los cuales es hincha —o devoto—; el otro es el Defensores de Belgrano. 

La bandera pende del techo, y se mantiene allí incluso cuando da clases. Viste igual que siempre: una camiseta deportiva Adidas, presumiblemente zapatillas de la misma marca, presumiblemente jeans, pero no se sabe porque permanece sentado, hablando durante casi cuatro horas. Tiene una energía que se renueva anfetamínicamente cada vez que cambia el curso de la charla: del Boca Juniors a la cuarentena y de ahí a la hiperconectividad y de ahí al ensayo sobre las vanguardias que terminó hace poco (“Lo terminé ayudado por esto, porque no hay fútbol y yo al fútbol le dedico una cantidad de horas tremenda: ir a ver al Boca son dos horas de partido, más dos de espera, más una para ir y una para volver. Más los partidos de la tele”). Su afición por hacer listas le permite saber que, en confinamiento, ha dado 48 clases, ha escuchado 208 discos: 14 de Nick Cave, 43 de los Rolling Stones, todos los de King Crimson.

De ese gusto surgieron las ganas de escribir uno de los dos libros que publica ahora, Me acuerdo (Ediciones Godot, Argentina), que toma el formato del I Remember, de Joe Brainard, de 1970, que a su vez tuvo una versión de Georges Perec en 1978 —Je me souviens—, y que consiste en recuerdos fragmentarios que en el caso de Kohan se detienen a sus 12 años, el fin de la infancia.

El otro libro, que publica Anagrama, es una novela llamada Confesión, tres secciones distintas conectadas por dos personajes: Mirta López, la abuela del narrador, y Jorge Rafael Videla, el militar que llegó al poder con el golpe de 1976, y bajo cuyo mandato trascurrieron los años más siniestros de la dictadura argentina. 

Pero Confesión no es una novela sobre Videla ni sobre la dictadura ni sobre las abuelas, sino sobre las múltiples maneras en que la monstruosidad convive perfectamente con —o proviene de— la absoluta normalidad.

Hasta los seis años, Martín Kohan fue el rostro de varias publicidades. Nació y creció en una familia judía formada por su madre, Sara, empleada administrativa de una empresa que fabricaba relleno para almohadas y acolchados; su padre, Aaron, que se dedicó a la venta y fabricación de muebles, y una hermana menor. 

En la familia el dinero no sobraba, y alguien pensó que él, rubio de ojos azules, podía ser una buena cara para la publicidad. Lo fue: desde los cuatro años protagonizó avisos de flanes, pantalones, jugos, hasta que a los seis dijo —o dice que dijo—: “Para un chico de seis años estudiar y trabajar es mucho. Quiero dejar las publicidades”. 

Más allá de ese trabajo pasajero, la vida que llevaba entonces —bicicleta, amigos, fútbol, colegio judío privado, todo aconteciendo en el barrio de Núñez, lejos del centro— puede resumirse en una palabra: felicidad.

—Yo tenía una conciencia plena de que la infancia me fascinaba y la adolescencia no tenía nada para ofrecerme. 

A mis 12 años, la melancolía por la pérdida ya estaba activada, y yo no hacía más que ver cómo iba perdiendo la infancia. A mis 15 años nos mudamos, y yo volvía caminando a mi casa de infancia, me sentaba en el umbral y miraba con melancolía. Ese mundo se estaba terminando. Y quedó sellado como mundo de la infancia.

Ese sello se expresa en la continuidad de ciertos hábitos, tales como la ingesta exclusiva de lo que llama “comida normal” (que excluye extravagancias como el sushi e incluye sólo platos como el bife con ensalada y la milanesa con papas fritas), y también en su ausencia: no bebe, no fuma, no baila, no se droga.

—Yo soy melancólico. Hay días en los que no tengo melancolía y tengo ganas. 

Y la fabrico. Es fácil: a la tardecita ponés Leonard Cohen, Nick Cave, y fabricás melancolía. Mi relación con la infancia es de muchísima nostalgia.

En esa infancia está anclado el Me acuerdo que es, sin embargo, un libro exento de melancolía.

“Quien me lea suponiendo que este es un testimonio que permite conocerme va a dar un paso en falso”

—Porque yo soy así en la vida. No soy así en la escritura. El que lea el Me acuerdo suponiendo que es un testimonio personal que le permitiría conocerme, estaría dando un paso en falso.

El Me acuerdo de Kohan recoge destellos que se apagan apenas después de iluminarse: “Un día mi papá tuvo que ir al colegio David Wolfsohn a hacer un trámite. 

Se asomó al patio y me vio en mi función de salvador de goles. A la noche en mi casa me preguntó por qué no jugaba como todos los otros chicos”. No pretende ser un catálogo de los mejores o los peores momentos, no hay pena, no hay alegría. Hay una voz autoral impávida que consigna: a los confites Sugus había que chuparlos sin morderlos hasta acabar con la capa de azúcar que los recubría; el número de teléfono del mejor amigo de la infancia era tal. 

Se adivina cierta fecundidad fría en la escritura: como si la memoria de Kohan se hubiera abierto en determinados momentos y él hubiera escogido de ese vergel de recuerdos cálidos sólo algunas fotos fijas congeladas.

—El libro surgió porque leí el Me acuerdo de Brainard, y el de George Perec, y me dieron ganas de escribir. Antes de esto tuve dos ofrecimientos de escrituras autobiográficas. Un texto de mi relación con la lectura y otro sobre el Boca, y no pude. Me desalentó tener que involucrar mi memoria afectiva. 

El formato del Me acuerdo requiere un desapego. Vas registrando los recuerdos, sin involucrar el factor emocional. 

Ponés los recuerdos como se ponen fotos en un álbum. 

Es registrar y presentar. Al no narrar, o al tener que no narrar, no puede haber desarrollo de la anécdota: a la narración hay que comprimirla o cercenarla. Los recuerdos se consignan.

Lo que resulta es un retrato de época —entendiéndose por eso cualquier infancia, pero también la muy específica de un niño judío en la Argentina de los años setenta—, que pasa de un nodo de memoria al siguiente —el colegio, la familia, los amigos, las vacaciones—; un libro contenido y prescindente, dos sentimientos que nada tienen que ver con la relación desbordaba e hipernostálgica que sostiene con ese periodo de su vida.

—Yo echo todo de menos. Veo a mis viejos vecinos que siguen en el barrio y me parece admirable esa permanencia. 

Ellos lo lograron, y yo no. Lograron la permanencia. Yo tengo fantasías de permanencia. Admiro a dos personas de mi edad que dicen: “Somos amigos desde el secundario”. 

Parejas que pasan toda su vida juntos. Gente que vivió siempre en el mismo lugar. El “toda la vida” me fascina. Y no me salió. Pero no soy inconstante. Soy un inconstante fracasado. 

Tengo todas las características del temperamento constante. 

Me gusta vivir en el mismo lugar, comer siempre lo mismo, vestirme siempre con la misma ropa. 

Lo otro es que no me sale.

imagen-cuerpo

LA OBRA. Lista para el mercado editorial.



DEJA TU COMENTARIO
PUBLICIDAD

PUBLICIDAD