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Lunares, calabazas, lujo y selfis infinitos: Yayoi Kusama, la artista que nos merecemos

La estatua de Yayoi Kusama frente a la tienda de Louis Vuitton en los Campos Elíseos de París, en marzo pasado.Lunares, calabazas, lujo y selfis infinitos: Yayoi Kusama, la artista que nos merecemos

¿Cómo incitar a la compra de un bolso de 8.000 euros con la inflación disparada y ante la ansiedad generada por la incertidumbre geopolítica? Louis Vuitton lo tuvo claro: recurriendo a Yayoi Kusama para que salpicara sus productos —faldas y abrigos, pantalones de mujer y de hombre, bikinis y gorros de pescador— con sus conocidos lunares. Y luego publicitando esa colección cápsula a través de una serie de gigantescas estatuas con el aspecto de la artista japonesa, ampliada a tamaño Godzilla, que levantaron en las calles de París y Londres, en una iniciativa situada entre el arte público y la publicidad encubierta.

Calabaza de Yayoi Kusama creada en 1994, en el puerto de Naoshima (Japón), conocida como la isla del arte. Las calabazas son uno de los motivos recurrentes de Kusama, un símbolo de felicidad y de su fascinación por la naturaleza. Aparecen en su léxico visual a principios de la década de los ochenta y ofrecen una identificación inmediata con la naturaleza. Las cucurbitáceas dan fe del animismo (la creencia de que el "espíritu" es una energía común a todos los seres vivos) de la artista, que las identifica como una especie de espíritu vegetal benévolo y también como un reflejo de su propia alma.Anthony Shaw (Alamy)

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La estatua de Yayoi Kusama frente a la tienda de Louis Vuitton en los Campos Elíseos de París, en marzo pasado.

El mensaje no era especialmente sutil: Kusama había invadido las calles y conquistado el planeta con sus manchas de colores. Y lo había logrado en tiempo récord: hasta hace una década, pocos recordaban el nombre de esta artista de 94 años, ataviada con pelucas en tonos chillones, que tuvo un momento de gloria pasajera en el Nueva York de los cincuenta y sesenta antes de caer en el olvido, regresar a su Japón natal, sufrir una depresión severa (no era la primera), intentar suicidarse, internarse por voluntad propia en un hospital psiquiátrico de Tokio y protagonizar, convertida ya en octogenaria, una resurrección bastante improbable. Kusama es la artista viva más cotizada y conocida de nuestro tiempo, una de las pocas que sabría identificar un niño de 7 años, una émula de Andy Warhol acusada de venderse al sistema y comercializar su trabajo a ultranza.

Y, aun así, todos los museos quieren su dosis de Kusama, garantía de éxito para seducir a un público masivo, imán infalible que convence hasta a aquellos que dicen aborrecer el arte contemporáneo. Los críticos encuentran en su obra la misma poesía que en una lámpara de lava o en las lucecitas de colores de un jardín de adosado, pero no hay ningún otro artista vivo que sea capaz de generar las mismas colas (y listas de espera) para entrar en sus exposiciones. El último en apuntarse al fenómeno es el Guggenheim de Bilbao, que este martes inaugura Yayoi Kusama: desde 1945 hasta hoy, una retrospectiva con 200 obras —pinturas, dibujos, esculturas, instalaciones y vídeos de sus performances— que recorrerá toda su trayectoria, con especial atención a lo que el ojo no suele ver: las infinitas capas de oscuridad que esconde una obra en la que muchos ven mero colorismo pueril y escapista.

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Visitantes se retratan en una instalación de Yayoi Kusama en el museo M+ de Hong Kong, en noviembre pasado.

Esa es la paradoja que desprende su arte, marcado por una infancia infeliz en Matsumoto, anodina ciudad de provincias presidida por un castillo del periodo Edo, donde su adinerada familia poseía un pequeño imperio de plantas y semillas, que hoy sigue regentando uno de sus sobrinos. Su pasión por las hortalizas procede de ese lugar, aunque no siempre hayan sido sinónimos de felicidad. Sus obras ocultan varios traumas de juventud: la guerra, las pésimas relaciones entre sus progenitores o sus primeros brotes psicóticos en ese entorno rural, en el que vivió alucinaciones diversas que le hicieron entender "la agonía de las flores", como reza uno de sus poemas. Esta obra llena de simpáticas calabazas y colores histéricos hablaría, en última instancia, del terror a la muerte, de sus problemas de salud mental, de su frustración crónica ante la falta de reconocimiento y de un miedo a una autodestrucción que durante mucho tiempo consideró inevitable.

Su nuevo estatus también obedece a un cambio de contexto, ante la aceptación de las mujeres y el arte no occidental. Se ha convertido en una pionera, en una víctima copiada por los hombres de su tiempo

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La obra ´Infinity Mirrored Room - Love Forever´ (la primera de sus habitaciones de espejos, creada en 1966), en una exposición en Washington en 2017.

"En el mundo occidental se ha valorado su trabajo con otros criterios, pero esos son los asuntos contra los que ha luchado durante toda su vida", expresa Isabella Tam, una de las comisarias del M+ de Hong Kong, el nuevo museo que concibió la exposición que ahora se puede visitar en Bilbao. Con todo, en los últimos años su trabajo se ha ido acercando hacia una mayor serenidad. ¿Una concesión mercantil a medida que su arte se iba convirtiendo en carne de cañón para los adictos a los selfis? Tal vez no sea la única explicación. "A partir de los ochenta, su obra se fue llenando de colores, coincidiendo con su ingreso voluntario en el hospital donde sigue residiendo. Es una transición de la oscuridad a la luz que refleja un cambio de filosofía vital. La creación se ha convertido en su fuerza para seguir en vida", dice Tam.

La conservadora observa el influjo del zoomorfismo neolítico o del pensamiento confuciano y otras tradiciones asiáticas en su trabajo: el cuerpo como entidad indisociable del cosmos, los ciclos alternados de vida y muerte que vehicula la idea de resurrección. La serie My Eternal Soul (2016) parece llena de células en proceso de regeneración y colores como añiles intensos o naranjas ardientes. Una señal de que Kusama tal vez haya encontrado, como apunta Tam, "su propia salvación". Su nueva higiene de vida —consistente en acudir cada día a su estudio, a dos manzanas del hospital, una fortaleza medianamente amable en el barrio de Shinjuku— ha suscitado un cambio en su trabajo que, por mucho que los escépticos desconfíen, tal vez no responda solo al oportunismo.

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Yayoi Kusama pinta lunares sobre el cuerpo de Kent Feathergill en un ´happening´ en el Nueva York de 1967.



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