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Los ‘maquiavelos’

Algunos políticos explotan el lado oscuro de Maquiavelo. Otros aprecian su fino análisis de la realidad

Hay de ‘maquiavelos’ a ‘maquiavelos’ entre los gobernantes de nuestro tiempo. Unos responden al uso corriente de este adjetivo como cínicos y malvados, astutos y maquinadores. Otros, los que consciente o inconscientemente aplican no el maquiavelismo de la leyenda negra del sabio florentino, sino los consejos que de verdad Nicolás Maquiavelo dejó escritos en “El príncipe”: ver el mundo tal como es y no tal como lo imaginamos. Saber que gobernar consiste en persuadir y a veces en intimidar y que sólo con talento y voluntad el príncipe moderno puede domesticar las fuerzas de la adversidad y de lo imprevisible.

Macron, Merkel y Trump, en una reunión del G20 en Hamburgo, Alemania, el pasado 7 de julio.Los ‘maquiavelos’

Un personaje de ficción y otro real podrían adecuarse a la definición corriente del término, el Maquiavelo como el “profesor de la maldad”, en palabras del filósofo estadounidense Leo Strauss. Son Frank Underwood, el presidente de Estados Unidos que protagoniza la serie House of cards y quizá en algunos aspectos -su maquiavelismo no es obviamente criminal, al contrario que el de Underwood- el presidente real, Donald Trump. “Lógica maléfica, ardides acumulados, perversidad serena, disfrute en el crimen, tales son los componentes del concepto de maquiavelismo o al menos las resonancias de un término al que nos ha acostumbrado la literatura, la prensa o el uso cotidiano del lenguaje”, escribió el filósofo francés Claude Lefort en Le travail de l’oeuvre Machiavel, una obra de referencia sobre el político y pensador florentino, publicada en 1972.

Existe otro maquiavelismo, nada maquiavélico. El presidente Barack Obama era maquiavélico en su mirada realista y trágica al mundo, su política de los pequeños pasos y sus guerras reticentes. Lo es la canciller Angela Merkel -a quien el sociólogo Ulrich Beck llamó y no amablemente “Merkiavel”- en su sobriedad y en su cautela en el oficio de gobernar: su disposición a observar lo que Maquiavelo llamaba “la verità effettuale della cosa”, la realidad sin adornos. Y acaso lo sea el novato Emmanuel Macron, quien escribió su tesis de licenciatura sobre Maquiavelo y lo ha leído bien, así como a sus exegetas franceses. Otro filósofo francés, Maurice Merleau-Ponty, habló de este maquiavelismo en una conferencia en la Europa en ruinas de 1949, recogida bajo el título ‘Note sur Machiavel’ en el volumen “Signes”, de 1960.

“Hay una manera de desacreditar a Maquiavelo que es maquiavélica: la piadosa argucia de los que dirigen su mirada y la nuestra hacia el cielo de los principios para desviarla de lo que hacen”, dijo. “Y hay una manera de elogiar a Maquiavelo que es todo lo contrario del maquiavelismo, puesto que honra en su obra lo que representa una contribución a la claridad política”.

Hay en Trump algo de la caricatura del político maquiavélico: el que engaña y acosa, el que manipula a sus adversarios y a las masas. La caricatura es casi tan extrema como el personaje de House of cards, maestro inverosímil en las tramas oscuras de Washington, capaz de todo, de lo peor, para alcanzar y mantenerse en el poder.

Se diría que Trump, en su trip narcisista, un día podría llegar a decir: “no hay nadie en el mundo tan maquiavélico como yo”. El maquiavelismo del texto de “El príncipe”, por supuesto es otra cosa. No es impulsivo, sino racional. No se regocija en la inmoralidad sino que contempla que a veces conviene desviarse de las normas morales. Aconseja al gobernante ser temido, pero sobre todo, si quiere conservar el poder, nunca odiado, ni despreciado.

En este aspecto, Trump es el anti Maquiavelo. En otros, sigue al pie de la letra algunos de los preceptos del florentino. Por ejemplo, cuando aconseja “ser un gran simulador y disimulador”, porque “los hombres son tan simples y obedecen tan bien a las necesidades presentes que el que engañe siempre encontrará a alguien que se deje engañar”. 

El maquiavelismo de Obama era distinto, más cercano a la “claridad política” de la que hablaba Merleau-Ponty que a los “ardides acumulados” que describía Lefort. Nunca fue tan maquiavélico como en su discurso de aceptación del premio Nobel de la Paz en Oslo, en 2009, al reconocer la ambigüedad moral en la que se colocaba todo gobernante democrático: la de repudiar la violencia y la guerra y al mismo tiempo, saber que la permanencia de su Estado se fundamenta en la violencia y la guerra. Porque un príncipe, escribe Maquiavelo, “con frecuencia se ve obligado a actuar contra su palabra, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión”. Y dice en otro momento, para combatir debe usar las “leyes” y la “fuerza”, pero “como la primera muchas veces es insuficiente, debe recurrir a la segunda”.

En Oslo Obama admitió que sería imposible erradicar el conflicto violento en nuestra época: “Habrá momentos en que las naciones, actuando individualmente o en concierto, creerán que el uso de la fuerza no sólo es necesario, sino moralmente justificado”.

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