Lo que el cine debe a la pintura
El Museo de Orsay estudia la relación entre ambas disciplinas en el siglo XIX, cuando el arte abrió una reflexión sobre la imagen animada que luego retomaron los primeros cineastas, como Méliès y los Lumière
Existe una leyenda que asegura que el público salió espantado de la primera proyección del cinematógrafo en el Grand Café de París, allá por 1895. Una locomotora humeante, capturada por la cámara de los hermanos Lumière, avanzaba a toda velocidad hacia los asistentes, que habrían huido despavoridos por miedo a ser aplastados. Es un relato apócrifo: en realidad, ese clásico del cine primigenio no se estrenó hasta un año más tarde, en Lyon. Y, sobre todo, la ingenuidad del público no podía ser tan pronunciada. Pese al asombro y la incredulidad provocados por la espectacularidad de esas imágenes, de la que dejaron constancia todas las crónicas de la época, la sociedad decimonónica llevaba casi un siglo familiarizada con los teatros ópticos, las linternas mágicas, las vistas estereoscópicas y otros experimentos que aspiraban a reproducir el movimiento.
En ese sentido, el cine, que se apropió de esa nueva cultura visual desde el primer día con el uso del travelling o los planos aéreos, no fue inventado en 1895; lo concibió esa época en su globalidad y con todas sus inquietudes. Ya dice Jean-Luc Godard que, pese a que prosperase en la centuria posterior, el cine siempre fue “un arte del siglo XIX”.
Dos décadas antes de que los avances técnicos permitieran la explotación comercial de la imagen animada, nombres como Renoir, Degas, Pissarro y el resto de pintores de la época, representados con unos 50 lienzos en la exposición, ya buscaron un reflejo plástico a esas nuevas formas de vivir y de ver. Firmaron cuadros protagonizados por figuras de la modernidad como el flâneur y el voyeur. Casi siempre estaban desprovistos de argumento, poblados por siluetas fugaces y borrosas, dignas del nuevo anonimato urbano, y de encuadres que rompían con la perspectiva armónica y piramidal en boga desde el Renacimiento. Inspirándose en las viñetas urbanas y descentradas del pintor, ilustrador y fotógrafo Henri Rivière, Caillebotte retrató en uno de los cuadros dedicados al Pont de l’Europe a un paseante entrecortado, que salía del lienzo por su margen izquierdo sin mostrar su rostro. En esos cuadros nació el fuera de campo, el flou y el contrapicado, inspirados en lo que la fotografía, arte todavía joven, se permitía hacer desde hacía décadas.
A su vez, en un flujo fascinante entre vasos comunicantes, el cine retomó esos encuadres de la vida moderna popularizados por una pintura que aspiraba a reconstituir la experiencia de la vida urbana, más que a ofrecer su reflejo fidedigno; el concepto de la urbanidad y ya no su mímesis.
Esas formas influyeron luego en el constructivismo y en la Bauhaus, en el primer cubismo y en la abstracción incipiente que anuncian algunos cuadros fragmentados de Kupka. Es una lástima que la muestra se detenga en 1907, con la creación de las primeras salas de cine en el sentido moderno, sin tener ocasión de insinuar esa continuidad.
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También que se ciña solo a Francia, siendo este uno de los primeros hechos culturales globalizados, y que su puesta en escena, entre sobria y desangelada (según el día que tengamos), no recurra más al comparatismo entre las diferentes disciplinas.
Cuando lo hace, brilla: resulta apasionante la confrontación entre las imágenes de una caravana de camellos en Palestina, filmada por Alexandre Promio, uno de los operadores de los Lumière, con el cuadro casi idéntico de Léon Belly, pintado en 1861, que las inspiró de forma deliberada o inconsciente.
Es un ejemplo representativo del uso que ese cine de los orígenes hizo de la pintura histórica que triunfaba en los salones, reproducida en litografías, postales y cajas de cerillas. Esos popularísimos cuadros dieron lugar a las primeras adaptaciones cinematográficas: Los últimos cartuchos (1873), de Neuville, inspiró seis versiones, incluyendo una de Méliès, y El asesinato de Marat (1880), de Weerts, tuvo otras tantas.
Por último, la exposición se detiene en la conocida serie de Monet sobre la catedral de Rouen, que muestra su fachada con luz cambiante, en distintos momentos del día. Realizadas entre 1892 y 1894, casi a dos días del invento del cinematógrafo, esas pinturas fueron concebidas bajo la influencia de la cronofotografía.
Y en respuesta a la voluntad, tan común en el siglo XIX, de animar lo inanimado, como Pigmalión logró hacer con Galatea, la estatua que cobró vida, un mito que inspiraría a Rodin y a Méliès, tal vez porque ambos compartían ese mismo afán. Con ese relato y sus ramificaciones artísticas comienza esta exposición, con la que el Museo de Orsay reincide en su interés por demostrar que todas las grandes preocupaciones de la sociedad actual, de la incómoda herencia colonial a la fascinación por la moda, pasando por el debate sobre la prostitución, nacieron en el siglo XIX, siguiendo esa máxima de Charles Péguy que aseguraba que el mundo cambió más entre 1880 y 1914 que desde los tiempos de la Antigua Roma.
La pintura ‘Le pont de l’Europe’ (1876-77), de Caillebotte, y la fotografía ‘Una pareja entra en la Gare du Nord, en París’, de Henri Rivière. Los dos apuestan por encuadres descentrados con personajes entrecortados, rompiendo con la perspectiva armónica y piramidal del Renacimiento.
Cuatro cuadros de la serie de Monet dedicada a la Catedral de Rouen, que muestra la fachada del edificio a distintas horas del día.