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Las ínsulas extrañas de fray Juan

Una nueva edición del ‘Cántico espiritual’ de San Juan de la Cruz aborda sus vínculos con la mística hebrea y coincide con la novela de Luis Felipe Fabre, urdida con los versos del poeta

Si una obra clásica, según afirmaba Italo Calvino, es aquella que genera sucesivos discursos críticos que se sacude continuamente de encima, pocas aventajarán al Cántico espiritual, el más misterioso de los tres poemas esenciales de San Juan de la Cruz, que ha sobrevivido sin rasguños a una maraña de interpretaciones. Alguien apostillará que ha sobrevivido incluso a los comentarios o declaraciones del propio autor, redactados a solicitud del círculo devoto para el que escribía, en general monjas del Carmelo reformado que pretendían entender aquello que las emocionaba. Cierto que él sabía que era tarea condenada al fracaso, pues las aves de altanería no se dejan apresar en el cepo de los silogismos. A propósito de ello aseveró Eugenio d’Ors que en Noche oscura fray Juan “no es el noctámbulo, sino el sereno”; no el vate alumbrado, sino el dómine que quiere alumbrar con su farol los versos acaso más hermosos y extraños de la lengua castellana. Bien es verdad que no se referiría al poema, sino a uno de los dos comentarios sobre él, con el que comparte título.

Las ínsulas extrañas de fray Juan

Lola Josa nos entrega una edición del Cántico espiritual pulquérrima, hecha con amor a la letra (filografía, y no solo filología) y exquisita sensibilidad para la música de los versos, dispuestos en liras. Pero en rigor no es una edición nueva, pues reconoce antecedentes como María Jesús Mancho o Paola Elia, y va a zaga de Domingo Ynduráin (aunque este no siga para el Cántico el manuscrito de Sanlúcar de Barrameda, como hace Josa, sino el de las Descalzas de Jaén). El mismo Ynduráin subrayó que toda obra literaria obedece a procedimientos literarios (a veces las obviedades parecen revolucionarias) y que toda sugestión interpretativa continuará resonando en nuestro interior aun si acabamos desestimándola. Así sucederá con la exégesis de Josa, que lee el Cántico a la luz de la Cábala y, en sentido estricto, al pie de la letra; quiero decir de los textos antiguotestamentarios de los que se empapó fray Juan, que estudió en Salamanca cuando los fray Luis de León, Grajal y Cantalapiedra constituían la facción hebraísta de su claustro, defensora del estudio de la Biblia en su lengua original —la veritas hebraica— frente a la facción, de dominicos, especialmente defensora de la Vulgata.

Su análisis, este sí nuevo, se ajusta a la matemática del Verbo: la “guematria”, que atiende al valor numérico de letras, palabras y relaciones entre términos y conceptos. Pero sus explicaciones proponen sentidos, no los desvelan. Esta lectura no reemplazará a otras anteriores, pero se suma a ellas: la sufista de Miguel Asín Palacios y Luce López-Baralt (y, en clave narrativa, de Jiménez Lozano en El mudejarillo); la de la cortedad del decir de Jorge Guillén (tartamudeo, “quequeísmo”... y al final afasia) o, en clave esencialista, de Valente; la de la “puerta cerrada” de Dámaso Alonso, que se detiene ante la zarza que arde; la de la malla simbólica estudiada por Baruzzi... Y ello porque en San Juan se disuelven los recursos prestados y hasta sus fuentes: el Cantar de los cantares en primerísimo término, el Garcilaso a lo divino, Virgilio, las dulzuras teocriteas, la lírica popular que rastreó Cossío... Todo está ahí, pero no basta para explicar esos tres insólitos poemas que comienzan in medias res (o incluso por la desembocadura) y cumplen el dictado de Horacio de erigir con palabras un monumento más duradero que el bronce.



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