La megaestrella que vende su naturalidad
Con su cuarto y esperado trabajo, la cantante británica Adele saca partido a su nueva vida en Los Ángeles, llevando al límite una esforzada verosimilitud a ritmo de baladones de piano y alguna sesión de terapia familiar
Dos argumentos principales esgrime Adele Adkins (Londres, 1988) para defender su cuarto álbum frente a los automatismos de la crítica: primero, que no es su “disco estadounidense”, aunque lleve varios años residiendo en Los Ángeles; segundo, que tampoco se trata de un típico “disco de divorcio”, a pesar de haber pasado recientemente por ese trance. Entre paréntesis, se comprende lo del traslado. Basta con mirar por la ventana para que cualquier británico entienda que sus estrellas prefieran instalarse en California. Lo que molesta particularmente en el viejo reino es que esa mudanza vaya respaldada por una americanización de su arte, en concesión al principal mercado mundial. Se conoce en la industria discográfica británica como “hacer un Rod Stewart”, en referencia a su adiós-muy-buenas que supuso su disco Atlantic Crossing.
Su hijo es la excusa para el momento más embarazoso del disco. En ‘My Little Love’ se insertan grabaciones surgidas de una sesión de terapia del niño y la madre a cuenta del divorcio
Con todo, conviene puntualizar. Técnicamente, 30 sí que es su primer álbum estadounidense. Tras cumplir su contrato de tres discos con XL, la independiente londinense, Adele ha fichado por la gigantesca Sony, que anteriormente ejercía simplemente como distribuidora de su producto en América del Norte. Frustración para XL, que creía haber desarrollado músculo suficiente para transportar a Adele en su siguiente trayecto, después de lidiar con una novata testaruda que tardó en adaptarse a las realidades del negocio. Seguramente, tras la luna de miel, Sony también necesitará un periodo de aprendizaje, tratándose de una artista cuya respuesta instintiva a cualquier novedosa propuesta es “no” (luego, claro que acepta negociar).
No se piensen que Adele encaja en el perfil de diva veleidosa. Pero es desconfiada y sabe de la necesidad de pisar con cuidado. Contempló consternada los patinazos de diversas vocalistas coetáneas. Duffy perdió credibilidad por unos anuncios tontorrones de Diet Coke. Lily Allen se lio en agrias polémicas en las redes que eclipsaron su música. Sobre todo, asistió horrorizada a la aniquilación de Amy Winehouse, que —aparte de ser una inspiración directa— se había formado en la londinense BRIT School, en la que Adele también fue educada profesionalmente.
Lo de Amy le tocó íntimamente: pertenecía a la clase trabajadora y creció en un hogar quebrado, como Adele. La experiencia de la intérprete de ‘Rehab’ al menos limitó sus excesos al alcohol y los cigarrillos. Conscientemente, evitó a determinado tipo de novios peligrosos, prefiriendo relaciones con hombres mayores y centrados. Tales detalles no son banales en el caso de una artista que organiza su obra según su cronología: ya saben que los títulos de 19, 21, 25 y, ahora, 30 corresponden a su edad en el momento de preparación de cada álbum, que debe reflejar su correspondiente temperatura sentimental.
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Desde el inicio, Adele tuvo modos de alma vieja. Decidió pronto que los grandes festivales no eran para ella: allí perdía el control sobre su espectáculo y disminuía su carisma. Se resistió durante un tiempo honorable al streaming, valorando los vínculos que establecen los formatos físicos. También hizo una purga entre su pandilla con técnicas propias del MI6: si sospechaba de la lealtad de algún integrante, compartía alguna intimidad inventada; si el (falso) secreto aparecía en un tabloide, de los que pagan en metálico por confidencias, la persona infiel pasaba a la lista negra. El método debe haber funcionado: la voraz prensa británica no pudo cubrir su boda o la posterior relación con el rapero Skepta, que ahora parece ser referenciado en la canción ‘Woman Like Me’.