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La gran novela de Elena Poniatowska sobre la épica de las emociones

‘El amante polaco’, el libro en el que la Premio Cervantes narra una historia íntima a caballo entre la corte de Stanislaw II Augusto Poniatowski, último rey de Polonia, y el México efervescente del siglo XX

Ningún país del planeta Tierra padeció la tragedia de ser borrado del mapa del universo como Polonia. Alguno ha desaparecido por terremotos a lo largo de los siglos pero ninguno padeció semejante tragedia, a ninguno le ha sucedido algo tan dramático. Mientras escribo esto no dejo de sentir un escalofrío. El 12 de enero de 2010 Haití sufrió el peor de los terremotos, pero la ayuda de varios países lo mantuvo a flote. Polonia, en cambio, se suprimió de todos los mapas en 1795 y quedó prohibido pronunciar su nombre.

La escritora mexicana Elena Poniatowska.Pie de foto 2Portada del libro El amante Polaco.La gran novela de Elena Poniatowska sobre la épica de las emociones

Polonia se suprimió de todos los mapas en 1795 y quedó prohibido pronunciar su nombre

Historiadores europeos afirman que Kosciuszko gritó al caer de su caballo, la cabeza ensangrentada por un sablazo: «Finis Poloniae!», pero los polacos que consulté en México confirmaron indignados que Kosciuszko jamás dio ese grito.

Algunos de mis entrevistados en México, en España y en Francia consideran que el último rey de Polonia, Stanislaw August, fue solo un amante más en manos de Catalina, emperatriz de todas las Rusias, porque ella lo impuso en el trono y creyó que, por haber sido su amante, sería el más complaciente de sus súbditos. El rey demostró lo contario al defender a su patria de las imposiciones de la soberana.

A pesar de tener en su contra a tres de los más poderosos países de Europa, y de sufrir la enemistad rusa y la indiferencia del resto de las naciones, Poniatowski hizo todo por aliviar la pobreza de los campesinos polacos que vivían al servicio de una nobleza complaciente consigo misma y celosa de sus privilegios y tradiciones sármatas. A Polonia la ahogaban desigualdades, prejuicios, tradiciones y, sobre todo, el funesto Liberum Veto, que dictaba que un solo voto en contra impedía la voluntad de la mayoría. Cualquier moción de un diputado a favor de las clases más olvidadas o del aumento de impuestos a los grandes señores era aniquilada por esta restricción. De todas las costumbres y tradiciones sármatas, ninguna peor que ese veto que mantenía a Polonia débil y anquilosada. Amparada por él, la nobleza conservadora olvidó enseñar a leer, proteger, curar y luchar contra plagas y epidemias, y se negó a dar oportunidades a los que nacían desheredados.

Muchos polacos de la clase alta jamás abrían un libro, por lo tanto, su conciencia social no llegaba muy lejos y las reformas iniciadas por el joven rey Poniatowski —quien subió al poder a los treinta y dos años (Catalina a los treinta y tres)— irritaron a los nobles de la szlachta, los propietarios de tierras, castillos y privilegios feudales.

Hubo un episodio culminante en el reinado de Poniatowski: su secuestro, en noviembre de 1771, a raíz de la enemistad que surgió en la Confederación de Bar. Quizás ese primer atentado contra un rey cimbró las cortes europeas, porque todas pusieron el grito en el cielo, a pesar de que el grito de Catalina fue más bien tímido, o al menos, no fue el que el rey de Polonia esperaba. Aunque este secuestro impresionó a las cortes de Europa y varios soberanos alarmados se sintieron personalmente injuriados, Poniatowski comprendió cuánto lo despreciaba la nobleza polaca, lo poco que contaba su reinado en la historia de las naciones europeas y cómo la nobleza de su propio país y su pueblo lo culpaban de todos los males. Lo más doloroso fue darse cuenta de la indiferencia de la emperatriz Catalina de Rusia, quien tardó en manifestarse y, cuando lo hizo, fue con una carta que lindó en la indiferencia.

A pesar del rechazo de Rusia, el rey Poniatowski, acostumbrado a nadar contra corriente, embelleció a Varsovia y a Cracovia entre batalla y batalla contra sus tres grandes enemigos, Federico de Prusia, María Teresa de Austria y Catalina, su antigua amante; y, en medio de las peores descalificaciones, logró que los jóvenes polacos se educaran en buenos centros de estudio, con laboratorios de primer nivel y campos de entrenamiento físico superiores. Gracias al rey, muchos niños que no habían tenido la menor oportunidad de salir de su casa asistieron a la escuela. También propuso que se juzgara a las mujeres con la misma vara con la que se juzgaba a los hombres, y se les dieran todas las posibilidades de crecimiento a creadores y a artistas; por ello, Polonia es en el centro de Europa un horno de talento y creatividad en cine, pintura, grabado, escultura y literatura (es el único país con cinco premios Nobel). El mismo rey impulsó a pintores, como Angelika Kauffmann, a quien envió a París, donde finalmente es-cogió vivir.

Poniatowski promovió la ciencia, la salud y la cultura, y colocó a Polonia en todos los campos del saber. Incluso frente al rechazo de Catalina, al de María Teresa y la saña de Federico II de Prusia, Stanislaw salió adelante.

Desde el principio, los dos feroces monarcas vecinos se propusieron, al igual que la piadosa María Teresa de Austria, posesionarse de las tierras fronterizas en las que sus ejércitos avanzaban día tras día, comiéndose un pedazo de bosque, de río o de sembradío perteneciente a Polonia.

Mientras construía su país, Stanislaw escribió todas las mañanas en francés un diario de sus actos de gobierno, sus pensamientos, sus aspiraciones, sus desilusiones, la traición de su clan, La Familia, de las que dejó constancia en sus Memorias. Estas Memorias, que van de 1732 a 1798, conforman una historia de Polonia durante 66 años y un testimonio de la vida de sus súbditos so-metidos a la voracidad de sus vecinos: Rusia, Prusia y Austria.

Poniatowski consigna su infancia, su enamoramiento de Catalina y, más tarde, los triunfos y las derrotas de su reinado; responde a las críticas y a las acusaciones de sus contemporáneos e imparte una lección de política al analizar los peligros que enfrenta una república —porque el régimen polaco logró serlo, a pesar de sus defectos, la indiferencia de Europa y la saña de tres verdugos que apretaron la cuerda en torno de su cuello a punto de la asfixia.

La autodefensa del último rey de Polonia frente a déspotas cínicos (Catalina, quien fue su amante; Fede-rico II, el filósofo guerrero, y María Teresa de Austria, la piadosa) es un alegato contra la opresión y una acusación contra el lobo que se abalanza sobre el cordero y lo destaza a lo largo de cientos de años.

Polonia —ahora un país próspero y, por lo tanto, poderoso— fue un cordero pascual durante los años cruciales de su formación. Lo fue por su fe en la bondad humana, su catolicismo de Agnus Dei y porque no supo preservarse del cuchillo del depredador, sino hasta que la sacrificaron. El rey Stanislaw Poniatowski deseaba que Europa entera conociera sus actos de gobierno y por eso mismo los expuso al buen juicio de Inglaterra y Francia, a quienes estimaba particularmente. Escribió de amor y odio, de fidelidad y abandono, de política y cultura, de paz y guerra, de religión y desesperanza, de la artera y continua intervención del clero polaco en todos los asuntos de gobierno y de la indiferencia de sus vecinos europeos a la sobrevivencia de un país extraordinario.

Por desgracia, después de su muerte, sus memorias y demás papeles fueron confiscados por orden del emperador de Rusia, Pablo I, y no se abrieron hasta el siglo xx. Ahora, según los historiadores de Polonia y de Francia, los manuscritos originales se conservan en Moscú y en Cracovia.

El rechazo al último rey de Polonia no solo se manifestó durante su vida, también siguió calumniándolo después de su muerte.

En 1938, las autoridades soviéticas informaron que demolerían la iglesia de Santa Catalina, en San Peters-burgo, y, por lo tanto, devolverían a Polonia los restos del rey Stanislaw.

Jean Fabre, gran historiador y biógrafo de Stanislaw Poniatowski, consigna en su Stanislas-Auguste Poniatowski et l’Europe des Lumières —publicado en Editions Ophrys, en 1952— que en 1938 un ataúd en malas condiciones arribó de Moscú a la estación de trenes de Varsovia. Nadie lo recibió, ni un solo doliente se presentó a recogerlo. Los trenistas polacos decidieron abrir el cajón en que yacía un esqueleto con una corona, un cetro, un orbe y un retazo de terciopelo rojo.

Los restos de Poniatowski se trasladaron de la iglesia de Santa Catalina, en San Petersburgo, a la capilla de la Santa Trinidad en Wolczyn, Polonia, lugar de su nacimiento.

Cuando la Unión Soviética invadió Polonia en septiembre de 1939, los soldados profanaron la tumba.

Ahora es fácil ver el sarcófago que resguarda los pocos restos del rey porque se hallan en una cripta de la Catedral de Wawel, en Cracovia, destinada a los monarcas polacos.

Casi trescientos años más tarde, en México, la vida de mi país absorbió todas mis fuerzas y no pensé en Stanislaw August Poniatowski hasta que, en un viaje a Estados Unidos, compré el libro The Last King of Poland, del historiador Adam Zamoyski, y me impresionó leer en la página 461:

Stanislaw fue uno de los hombres más inteligentes que jamás haya accedido al trono polaco y, de todos, el más trabajador y devoto a su patria. Ningún príncipe ha deseado nunca tan sinceramente, como él lo hizo, la felicidad de su gente.

Hasta este día, Poniatowski opacó a todos sus hermanos monarcas en cualquier aspecto y en estatura moral. «Debería yo haber sido un canciller, no un rey», le dijo una vez a Thomas Wroughton, y este comentario toca la raíz del problema porque su sentido político, su sentido democrático y su capacidad de representar a su gente y tomar en cuenta sus aspiraciones causaron una y otra vez una política razonable.

Si Poniatowski hubiera tenido la actitud de los monarcas que solo se rinden cuentas a sí mismos y a Dios, hubiera colgado como una marioneta de las manos de Catalina, su protectora rusa. También habría reprimido a los Confederados de Bar. De haber sido dictatorial, habría preservado su reino, pero esa actitud no era parte del carácter de un hombre de su finura y elegancia intelectual.

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