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La naturaleza como ficción

El artista brasileño Lucas Arruda expone sus paisajes selváticos, cargados de interrogantes políticos y metafísicos

Para Lucas Arruda (São Paulo, 1983), una pintura solo está terminada cuando logra reflejar un estado de ánimo hasta confundirse con él. De eso van sus paisajes, casi todos imaginarios, pintados de memoria a la manera romántica.

El artista brasileño Lucas Arruda, la semana pasada en la biblioteca del Ateneo de Madrid.Samuel SánchezLa naturaleza como ficción

“En mi trabajo hay una conexión con los románticos, pero también diría que mi pintura solo puede existir después de la modernidad”, decía el artista hace unos días a su paso por Madrid.

Lleva razón: su obra no solo recoge una proyección de las emociones propias en los accidentes geográficos, sino también una discreta profusión de enigmas visuales y tal vez metafísicos.

En sus cuadros se halla la suma de lo etéreo y lo terrenal, de lo visible y lo imperceptible, que transforman su figuración en una entidad extraña, casi abstracta. En la obra de Arruda, la pintura es definitivamente una cosa mentale.

El artista brasileño cotiza al alza desde hace cerca de un lustro, cuando el Fridericianum de Kassel expuso sus miniaturas en una bellísima muestra (Arruda tenía entonces 35 años).

David Zwirner lo fichó para su escuadra y Cahiers d’Art le dedicó un monográfico, mientras colecciones públicas y privadas adquirían su obra —de la Tate al Getty o la Fundación Beyeler, pasando por François Pinault— y encontraba valedores como el crítico Barry Schwabsky, firme defensor de la pintura como medio legítimo en el desmaterializado paisaje artístico del presente, o el supercomisario Hans Ulrich Obrist, responsable de la exposición que Arruda acaba de empezar en la capital española, auspiciada por otra de sus protectoras, la coleccionista Patrizia Sandretto Re Rebaudengo.

MUESTRA

Esta delicada y memorable muestra exhibe una serie de 20 florestas amazónicas, una selección de óleos y un puñado de grabados sobre papel pintados en la última década en un lugar de excepción: la Biblioteca del Ateneo de Madrid, abierta a los no socios por primera vez para una exposición (la voluntad de la institución es que no sea la última).

De entrada, el diálogo con el espacio es miraculoso: las obras de Arruda, pequeños formatos de 30 por 30 centímetros donde abundan los palmerales frondosos, aparecen encapsuladas en las vitrinas, “en las que encajaron a la perfección”, y sus tonos verdes y pardos se confunden con los que predominan en esta sala inaugurada en 1835.

Algunos de los libros de botánica que reposan en el lugar se exponen junto a las obras de Arruda, en otra vinculación extemporánea con el método romántico: los artistas que no podían viajar se inspiraban en manuales parecidos para pintar sus paisajes.

En la planta baja, el vídeo Neutral Corner (2018) refleja el combate de boxeo entre Benny Paret y Emile Griffith en 1962 en el que el primero perdió la vida.

  • “Cuando descubrí esas imágenes, me pareció ver el descendimiento de Cristo”, asegura el artista, no sabemos si en referencia al capítulo de los Evangelios, a la obra de Bronzino o a la de Rubens.

Sus cuadros encuentran un único referente físico en los paisajes de la mata atlántica en los que transcurrió la infancia de Arruda —su padre, que conoció a su madre militando en el Partido de los Trabajadores, tenía una casa en Barra do Una, en plena naturaleza— y pueden ser vistos como encuadres mentales desde la ventana de su habitación, cuando era un niño distraído que solo lograba concentrarse dibujando.

También cabe la tentación de entenderlos como una reivindicación de la especificidad del paisaje brasileño, tanto geográfico como cultural, tan propia de los sesenta y setenta, a la luz de las distintas variantes del tropicalismo.

“Es una lectura de la que no reniego. Me alegra saber que mis cuadros desprenden eso”, asiente Arruda, que cita referentes como las naturalezas muertas de Chardin y Morandi, pero también a los pintores de la escuela de São Paulo.

Su relación con las distintas tradiciones del arte latinoamericano puede no resultar evidente a primera vista, pero Obrist vincula su obra con los lienzos del venezolano Armando Reverón —”es una pintura que te deja ciego”, confirma Arruda— o incluso con el paisajismo simbólico de Volpi.

En cualquier caso, su obra reafirma la validez de la disciplina que ha escogido pese a su supuesta caducidad. Arruda defiende la pintura como un medio que sigue siendo capaz de empujarnos hacia el abismo desde la simpleza de las dos dimensiones, algo que no siempre consiguen las más sofisticadas mutaciones del último arte tecnológico.

No es casualidad que las pinturas de Arruda también ocupen una sala en Avant l’orage, la espectacular exposición sobre la actual hecatombe climática que ha empezado esta semana en la Bourse du Commerce, sede de la colección Pinault en París.

Al lado de las enfáticas obras de Danh Vo y de los grandes formatos de Tacita Dean, las modestas miniaturas de Arruda tienen un poder insuperable, arrebatador.

Otro subtexto de sus paisajes, de corte sutilmente político, parece referirse al crespúsculo de nuestra civilización que supone la crisis medioambiental, a la mutación de ecosistemas que se arriesgan a desaparecer a medio plazo (o a corto, en el peor de los casos).

Sus florestas podrían ser ficciones también por eso: puede que ya solo existan en su imaginación.

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Sus cuadros suman figuración y abstracción, lo etéreo y lo terrenal. En la obra de Arruda, la pintura es definitivamente una ‘cosa mentale’



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