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Carne de cañón en Ucrania

Una de las ventajas del ejército ruso y sus amigos se debe, entre otras razones, al desprecio hacia las vidas tanto de los ucranios —militares, civiles, ancianos, mujeres o niños—, como de sus propios soldados

Existen numerosos episodios y circunstancias que alejan a la Rusia futura y presente de la presente y futura Europa.

Protesta frente a la Embajada de la Federación rusa en Varsovia, Polonia, el 17 de julio.Carne de cañón en Ucrania

  • Ésta es la espina que lleva clavada el actual presidente desde el principio de su gobierno y que ahora parece que ha decidido arrancarse para recuperar la “grandeza” de su imperio.

En cualquier caso, lo que me ocupa hoy, y más después de la aparición del libro de Antony Beevor Rusia: Revolución y Guerra Civil, 1917-1921, como del ensayo de Marta Rebón El complejo de Caín, no es tanto el qué, sino sobre todo el cómo: la brutalidad (y no hay palabra para reflejar lo bárbaro y salvaje de las maneras de cambiar las cosas) con la que ha resuelto sus conflictos Rusia.

En la literatura del pasado hay momentos en las obras de Pushkin (La hija del capitán), Tolstói (Relatos de Sevastópol, Después del baile, Khadzhi-Murat), Turguénev (El primer amor), Chéjov (Mi vida), Bulgákov (La guardia blanca), Bábel (Caballería roja) y un largo etcétera, en los que esta violencia y este desprecio por la vida, por el descarnado camino hacia la muerte de los demás, de los esclavos, de los débiles, de los de abajo, se muestra en toda su crudeza. Y eso que hablamos de ficción, literatura; no son muertes recogidas de la realidad, no son golpes reales ni balas hechas de metal fundido, ni latigazos dados con rabia y con varas bien mojadas, elásticas y silbantes, sobre la espalda aún pálida, suave y temblorosa del soldado. Son ficciones sacadas de una realidad mil veces más pavorosa que la que nos ofrecen estos sensibles escritores.

VISIÓN DEL MUNDO

Todo esto viene a cuento, por uno de estos periódicos desencantos que sufrimos los mayores, que nos construimos una visión del mundo que creíamos acorde a la realidad, pero que resulta mucho más cruel de la que imaginamos.

Tolstói, en su enorme novela Guerra y paz —de la que, por cierto, ha aparecido la segunda edición traducida por Joaquín Fernández-Valdés en la editorial Alba—, sin evitarnos el horror y el dolor de la guerra que impregnan la obra, desarrolla, entre otras controvertidas ideas, la teoría según la cual lo que detuvo la invasión napoleónica fue la energía del pueblo. Y debe haber algo de cierto en esto. Pero, por lo que leo estos días, fue tan importante, o más, la energía del fuego, la estrategia destructora de los mandos militares, que asolaron en 1812 todo el territorio (incluidos sus habitantes) y que abandonaron en la retirada con sus sodados heridos.

En el número 2 (el de febrero, es decir, un ejemplar redactado antes de la ominosa “operación especial” perpetrada por Rusia contra Ucrania), la revista cultural tal vez más conocida en Rusia, Novi mir, publicó en la sección de Filosofía–Historia–Política un artículo firmado por el profesor de una universidad siberiana Serguéi Nefédov titulado ‘La guerra desconocida de 1812'. En el documentado ensayo, el autor rebate la idea —en la que la mayoría de los rusos han creído hasta hoy—, según la cual, como he dicho, fue el impulso, la entrega, el heroísmo en definitiva del pueblo lo que salvó a Rusia de caer en manos del malvado hereje y pérfido enano Napoleón.

En pocas palabras —las suficientes para lanzarse a aprender el ruso—, Nefédov nos ofrece un material detallado por el que podemos colegir, primero, que lo que realmente temían las autoridades y los generales rusos es que las ideas de libertad e igualdad fraterna de los franceses hicieran mella entre el pueblo esclavo. Y por otro lado, que la única manera de detener y derrotar al enemigo era dejarlo sin sustento ni cobijo en su muy previsible retirada. Para lo cual, desde la irrupción de las tropas napoleónicas, los mandos rusos dieron órdenes de destruir todo aquello que pudiera ser de ayuda al enemigo. Para lo cual no escatimaron esfuerzos para destruir, quemar y robar todo lo que quedaba atrás en la retirada. Ciudades —como la vieja capital, Moscú—, aldeas, cosechas, ganado, pajares, edificios, hospitales, con sus miles de heridos, almacenes, fueron o pasto de las llamas o saqueados por las tropas rusas y sus aguerridos cosacos.



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