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El arte de la disidencia soviética

Una exposición en Berlín recuerda las prácticas discretamente subversivas que los artistas desarrollaron en las antiguas repúblicas de la URSS, de los años sesenta a la actualidad

Cosmic Mother (1970), de la ucrania Galina Konopatskaya.El arte de la disidencia soviética

La historia de la Haus der Kulturen der Welt, o Casa de las Culturas del Mundo, es también un relato en miniatura sobre Berlín. En pleno parque Tiergarten, cerca de la nueva Cancillería alemana, el edificio fue concebido en 1957 como centro de convenciones — y bautizado con el nombre, bastante menos lírico que el actual, de Kongresshalle— y obsequiado a la fracción occidental de la ciudad por Estados Unidos. Obra del arquitecto Hugh Stubbins, ayudante de Walter Gropius en Harvard, la silueta mid-century del edificio fue comparada, en un ejercicio admirable de imaginación, con una “ostra embarazada”, como algunos lo siguen llamando hoy. John F. Kennedy declamó un discurso en su interior en 1963, durante la misma visita en la que pronunció aquello de “Ich bin ein Berliner”. En 1980, el techo del edificio se vino abajo, cuando el socialismo entraba en sus últimos estertores, y fue reconstruido siete años más tarde, previa reconversión en un centro de exposiciones que iba a prestar especial atención a las culturas no occidentales, en la estela del bum del multiculturalismo soft en la Europa finisecular.

Desde entonces, la HKW (pronúnciese “ja-ka-vé” si se quiere pasar por autóctono) ha intentado desprenderse, con un éxito desigual, de su estigma como emisario de la propaganda occidental durante la Guerra Fría. La de su nuevo director, el comisario, escritor y biotecnólogo Bonaventure Soh Bejeng Ndikung, camerunés de 46 años, podría ser el intento más contundente. Su llegada a la institución, conocida por una seriedad rayana en lo solemne y en lo árido, fue acompañada de una fiesta de tres días, llena de música y performances, y del bautismo de su gigantesco auditorio con el nombre de la cantante y activista Miriam Makeba.

Su nuevo proyecto expositivo marca un cambio de eje en dirección a lo que él denomina “Este global”, el espacio cultural al otro lado del telón de acero, también más allá de las fronteras europeas, al que se ha prestado mucha menos atención que al flanco occidental. La muestra pensada por la HKW para este otoño-invierno, comisariada por Cosmin Costinas e Iaroslav Volovod, se centra en el arte moderno y contemporáneo creado en Eurasia, problemática noción geopolítica utilizada, desde 1914, para designar la superficie de la antigua Rusia imperial, que incluía territorios de la Europa oriental, lo que le permitía ubicarse en el centro del mapa y subrayar su superioridad y autosuficiencia respecto a sus rivales.

En la etapa soviética, esa unión ficticia del vasto espacio comprendido entre la Europa del Este y Vladivostok también sirvió para afianzar el centralismo imperioso de Moscú, que prolongó la política territorial propia del Imperio, resucitada después por los emisarios de la ultraderecha en la Rusia de Putin, al que la muestra no duda en lanzar discretos dardos. La visión uniforme del antiguo territorio soviético escondía, en realidad, un sinfín de realidades culturales que poco tenían que ver y que sobrevivieron a duras penas en un contexto de industrialización forzada, explotación tardofeudal, extractivismo deliberado y deportación y exterminio de los disidentes.

La exposición demuestra que, por lo menos durante las décadas de erosión del colectivismo que acabaron conduciendo a la perestroika, Moscú permitió que esas culturas locales subsistieran en versión folclórica, desprovista de toda carga política, como contrapartida simbólica a la aceptación de su poder totalitario. Eso permitió que, tras la caída del muro y la desintegración de la URSS, ese patrimonio cultural fuera reivindicado por nuevas generaciones que ya no sentían la crítica como un tabú. El proceso de reapropiación está perfectamente ilustrado en una muestra modesta, pero de gran ambición intelectual, que recorre el arraigo de asuntos como la nostalgia, el exilio, las migraciones, las relecturas en clave feminista y queer o la esforzada reconstrucción de una memoria adulterada en la obra de artistas de Polonia, Bielorrusia, Ucrania, los países bálticos, Kazajistán, Kirguistán o los distintos rincones de Siberia.

Pocos artistas expuestos aquí son conocidos en el mundo occidental, lo que dice mucho de la falta de curiosidad que rige sus sistemas de legitimación. No es casualidad que los más interesantes pertenezcan a la generación nacida en los ochenta, la primera que creció en una relativa libertad. Jaanus Samma, de 41 años, propone una ucronía fotográfica en la que Riga emerge como destino vacacional para homosexuales, convirtiendo el centro de la capital letona en una zona de cruising. La artista tártara Yäniyä Mikhalina evoca en un vídeo el suicido de Söembikä, heroína de ese pueblo siberiano que se tiró de un campanario para evitar que la casaran a la fuerza con Iván el Terrible. Con sus collages textiles, Malgorzata Mirga-Tas recuerda la disidencia de las mujeres romanís de su familia en la Polonia comunista. Y la artista india Afrah Shafiq, de 34 años, expone un videojuego interactivo que retoma el imaginario de los cuentos soviéticos, ampliamente traducidos en el sureste asiático en nombre del soft power, y los contamina con figuras propias del folclore armenio, ucranio, lituanio o sami.