En la torre de Babel de la utopía soviética
Stalin levantó frente al Kremlin un edificio de 500 apartamentos destinado a alojar a su élite política. Estaba llamado a representar el paraíso comunista, pero terminó siendo la antesala del infierno para muchos de sus habitantes. En su monumental ‘La casa eterna’, Yuri Slezkine recorre la historia de la URSS a través de lo ocurrido entre sus paredes
Con energía y euforia, los dirigentes de la joven Unión Soviética planeaban guiar a sus conciudadanos hacia una vida nueva y libre de las servidumbres y atavismos de un mundo decadente y burgués. Una plasmación de aquel sueño revolucionario en la década de los años treinta en Moscú fue la Casa del Gobierno (oficialmente, la Casa del Comité Ejecutivo Central y del Consejo de Comisarios del Pueblo), más conocida por la Casa del Malecón, gracias a la narración del mismo nombre de Yuri Trífonov.
La Casa del Gobierno se ubicó frente al Kremlin, en una isla pantanosa del río Moscova, y fue el escenario de las ilusiones y también de la angustia y la agonía de los revolucionarios que a partir de 1930 comenzaron a mudarse al sofisticado complejo de hormigón armado que iba creciendo en la ciénaga. Los recién llegados eran un contingente variopinto —militares, obreros, escritores, agentes de los servicios de seguridad, entre otros— y procedían de diversas regiones de la URSS. Una buena parte eran judíos de las zonas occidentales del antiguo imperio zarista. Muchos tenían las manos manchadas de sangre —o se las mancharían siendo ya residentes en la Casa—, pues eran ellos quienes habían ideado y dirigido el sistema de campos de trabajos forzados del Gulag, quienes habían participado en las expropiaciones del campesinado durante la colectivización y habían apretado el gatillo contra los enemigos del régimen.
El historiador Yuri Slezkine ha elegido el edificio simbólico de la Casa de la Ribera como eje de una saga de la revolución rusa en el libro La casa eterna, publicado en inglés en 2017 con el título de The House of Government y que la editorial Acantilado acaba de sacar en traducción española a cargo de Miguel Temprano García.
Slezkine contempla a los bolcheviques residentes en la Casa como una secta religiosa, con su mesías y profetas (Lenin y Stalin), su tierra prometida (el nuevo mundo sin clases ni propiedad privada), y sus luchas internas entre purgas purificadoras y herejías destructivas. “En la historia de la humanidad ha habido muchas sectas milenaristas diferentes, especialmente en algunas tradiciones como el cristianismo y el islam, que han tenido mucho éxito y han sobrevivido a pesar de que sus profecías no se han cumplido. El bolchevismo, sin embargo, murió después de una sola generación de adeptos”, afirma Slezkine, en una entrevista por Zoom desde Riga (Letonia).
“En su fase de entusiasmo inicial el bolchevismo tuvo gran éxito al poder conquistar su capital simbólica (su Roma o su Babilonia), pero a más largo plazo sucumbió a la pobreza conceptual del marxismo como filosofía de la historia y también a la misma naturaleza humana”, afirma. “Mi libro se ocupa de forma tangencial de la muerte del bolchevismo, porque trata de la primera generación de convertidos a la secta, de gentes que hicieron la revolución y construyeron el Estado soviético. La fe y la convicción de esas personas fueron apagándose poco a poco junto con su generación”, dice.
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Albergaba un teatro para 1.300 espectadores, un cine para 1.500 y un cuerpo de bomberos de 24 miembros
La ciénaga es la metáfora central de Slezkine. En el Moscú pos-soviético es también el nombre recuperado de la plaza cercana a la Casa del Gobierno (Bolótnaia Ploschad o plaza de la Ciénaga), un topónimo que hoy se asocia con multitudinarias protestas duramente reprimidas contra el fraude electoral en Rusia.
“La ciénaga es la vida humana y los héroes de mi libro intentaron secar la ciénaga, limpiarla de todas las dificultades, de todo lo aparentemente superfluo, bello e imprevisible, intentaron construir un universo simétrico y artificial”, señala el investigador. “Mis héroes vivieron una vida trágica y terrible, pero lo hicieron como privilegiados en una isla, separados por verjas de un mundo donde otros pasaban hambre, se hacinaban en barracas y sufrían los horrores de la colectivización”, explica.
Durante décadas, Slezkine ha estudiado documentos y memorias y ha entrevistado a supervivientes. Una larga lista de familias residentes en la Casa completa su libro. En ella, entre otros están Mijaíl Koltsov (el periodista autor del Diario de la guerra de España), Anna Lárina-Bujarina (la viuda del líder revolucionario Nikolái Bujarin), Karl Radek (miembro del Comité Ejecutivo del Komintern), Alekséi Rykov (presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo), los parientes de Yákov Sverdlov (el presidente del Comité Ejecutivo Central Panruso) y el escritor Yuri Trífonov (cuyo padre, Valentin, fue comisario del Cuerpo de Expedición Especial en el Área del Don). Junto a los nombres se indican los apartamentos en los que habitaron. En el número 228 residió Filipp Goloschokin, el encargado de ejecutar a la familia del zar en 1918.
“Quienes pasaron su infancia en la Casa de la Ribera recuerdan aquel periodo de su vida como una época dorada, de culto a la lectura, de amor, de amistad, de relaciones íntimas”, señala Slezkine. Los habitantes de la Casa bailaban foxtrot al son de discos traídos del extranjero, preparaban tradicionales dulces de Pascua y a partir de 1935 recuperaron incluso los abetos de Navidad (prohibidos a fines de los años veinte) reconvertidos en árboles de Año Nuevo.
La Casa del Gobierno tenía ascensores, montacargas, conductos de basura, un teatro para 1.300 espectadores, un cine para 1.500, una verdulería, tiendas, pistas de deporte, espacios para actividades sociales, cafetería estilo norteamericano y un club. En noviembre de 1932 el número de empadronados era de 2.745, además de 128 guardias, 24 bomberos, hasta 23 conserjes en invierno y 7 especialistas en control de plagas. Entre el medio millar de apartamentos disponibles, la mayoría (179) eran de cuatro habitaciones. El traslado de un piso a otro era habitual y dependía tanto de las necesidades familiares como de los ascensos y degradaciones en el escalafón del poder. Los guardias vigilaban todas las puertas del recinto.
Junto con el mausoleo de Lenin, en la plaza Roja, la Casa del Gobierno es uno de los dos edificios icónicos de la época del Primer Plan Quinquenal (1928-1932) y el gran viraje, conocida como el “periodo de reconstrucción” o de “transición”. En el primer edificio yacía el cuerpo embalsamado del fundador y en el segundo vivían sus selectos discípulos, aunque no Stalin, que residía en el Kremlin. El tercer elemento de la nueva Moscú iba a ser el Palacio de los Soviets, que debía construirse en el solar de la catedral del Cristo Salvador, dinamitada en diciembre de 1931. Los cascotes de aquel derribo cayeron en parte sobre la Casa del Gobierno, según cuenta Slezkine.
La Casa fue un edificio de transición tanto por su estilo arquitectónico, entre el constructivismo y el neoclasicismo, como por sus opciones de vida (ámbitos tradicionales privados y espacios vanguardistas multiusos). Pero en contra de las previsiones utópicas, la familia burguesa no desapareció ni se disolvió en estructuras comunitarias. Muchos de los habitantes de la Casa usaron su hogar de forma solidaria para cobijar y alimentar a familiares que huían de la miseria generalizada. La convivencia en los mismos recintos de diversas y sucesivas esposas y de la prole de todas ellas era resultado de problemas de espacio y no de concepciones ideológicas. Los revolucionarios solían tener a su cargo a empleadas domésticas, que en ocasiones emparentaban con personal de servicio de la Casa y también con los mismos revolucionarios.
Desde la Casa, los cargos del gobierno y del partido viajaban en misiones especiales que les confrontaban —como espectadores o protagonistas— con los cadáveres de las hambrunas.
El arquitecto Boris Iofán, diseñador de la Casa del Gobierno.