El primer gran desastre afgano
Reino Unido invadió Afganistán en 1839, sin éxito, para hacer frente a la creciente influencia rusa en la región
Los civiles del séquito del Ejército, pobres y sobrecargados, algunos incluso con niños, se encontraban en un estado aún más lamentable; los gritos de los pequeños eran desgarradores. Hombres fuertes, exhaustos por el peso de su carga, yacían en el suelo gimiendo y golpeándose el pecho (…). Uno de los oficiales nativos del campamento llevaba consigo a su única hija; la madre de la pequeña había muerto. Era una criatura hermosa, vivaracha y parlanchina de unos seis años que hacía las delicias de todos nosotros. Solía verla todos los días charlando con su padre, ayudándolo a encender el fuego y a cocinar, y sus buenos modales de niña eran un placer para la vista. Cuando la vi a las 10 de la mañana, se encontraba perfectamente, pero a las tres de la tarde estaba m uerta y lista para recibir sepultura (…). (Cuando llegaron al campamento al amanecer) de los 32 pozos cavados en el fondo de un barranco, solo seis contenían agua. Uno de ellos estaba contaminado porque un animal había caído en él, mientras que el agua del resto era tan amarga y salobre que hacía que las lotas (recipientes de latón para el agua) se ennegrecieran.
También se incrementaron los ataques de los bandidos baluchis.
La prepotencia de los ingleses y su falta de diplomacia y coordinación con los jefes locales hicieron que las tribus de la zona consideraran un blanco fácil a las vulnerables columnas británicas. No solían atacar a los soldados, pero robaban y asesinaban a los civiles indefensos a diario.
Para el joven oficial de caballería Neville Chamberlain se trataba de su primera campaña militar y, una semana después de salir de Shikarpur, vio su primer cadáver cerca de un abrevadero: “Una mujer —¡pobre criatura!— yacía al borde del agua, su largo pelo negro flotaba en las ondas de la corriente cristalina”. Le habían rajado el cuello de oreja a oreja. Fue solo la primera de muchas muertes. “Los cuerpos sin enterrar se pudrían al borde del camino. Ni un árbol, ni un arbusto, ni una brizna de hierba, nada podía verse en medio de la tenue luz que la luna nos ofrecía. Era todo arena, no había un solo pájaro en la llanura, ni siquiera un chacal: si los hubiera habido, no habríamos encontrado tan a menudo camellos en estado de descomposición. Nuestros camellos estuvieron sin comer durante varios días; 45 de ellos murieron de hambre y agotamiento en una sola noche”.
Fue durante una de estas marchas nocturnas a la luz de la luna cuando muchos de los soldados tuvieron la oportunidad de vislumbrar, por primera vez, al hombre por el que estaban arriesgando sus vidas. “Shah Shuja [el monarca afgano al que los británicos querían llevar al poder] es un anciano de unos 60 años”, escribió Chamberlain. “Su barba le llega hasta la cintura y, aunque es blanca, está teñida de negro para hacerle parecer más joven. Va de un lugar a otro en una especie de tonjon (litera) transportada por 12 hombres y acompañada por jinetes, lacayos a pie, elefantes, caballos y cien cipayos”.
Shuja aceptó de buena gana las privaciones propias de la marcha, pero estaba tan alarmado como el resto por la falta de planificación, los crecientes problemas con los saqueadores baluchis y la muerte de los camellos de carga. También le preocupaba la lenta respuesta a sus cartas de sus futuros súbditos, a los que les pedía que se congregaran bajo su estandarte. Desde que Macnaghten le había informado del plan para restaurarlo en el trono, Shuja había enviado abundante correspondencia a los diferentes líderes tribales de sus antiguos dominios para invitarlos “a presentarse ante él y ofrecerle su lealtad, según dictaba la tradición familiar, y así sus antiguos derechos y tierras serían garantizados a perpetuidad”. Pero, a excepción de algunos de los jefes ghilzais y de Jáiber, que habían contestado solicitando dinero, la respuesta había sido un silencio ensordecedor.
Mehrab Khan de Qalat, el líder del territorio al que se estaba dirigiendo el Ejército en esos momentos, también guardó silencio, lo cual no auguraba nada bueno. En el pasado, había sido un seguidor bastante fiel de Shuja, al cual había ofrecido refugio tras su derrota en Kandahar, cinco años atrás. Sin embargo, se mostraba completamente contrario a que Shuja fuera restituido en el trono como una marioneta de los ingleses.
Cuando enviaron a Burnes para intentar ganarse su apoyo —además de llevar 10,000 ovejas para las tropas, que habían visto cómo sus raciones habían sido reducidas a la mitad—, Mehrab Khan fue sincero al declarar que consideraba que la actuación británica era poco diplomática, estaba mal planificada y seguía una estrategia equivocada.
“Habló largo y tendido, y con franqueza, sobre la empresa en la que los británicos se habían embarcado y declaró que esta era de enorme magnitud y de difícil consecución”, informó Burnes. Dijo que nuestro Gobierno, en vez de apoyarse en el pueblo afgano, lo había dejado de lado para inundar el país con tropas extranjeras; y que, si nuestro objetivo era establecernos en Afganistán y darle a Shah Shuja la soberanía simbólica de Kabul y Kandahar, habíamos elegido el camino equivocado, ya que todos los afganos estaban descontentos con el shah y todos los mahometanos, alarmados y nerviosos. Dijo que, si no éramos capaces de hacerle ver a Shah Shuja los errores que cometía, terminaríamos por encontrarnos en una situación incómoda; que el jefe de Kabul (Dost Mohammad) era un hombre con capacidad y recursos y que, aunque pudiéramos reemplazarlo fácilmente por Shah Shuja en función del plan que hemos previsto, nunca podríamos ganarnos a la nación afgana.
Se trataba de un muy buen consejo. Mientras Burnes se preparaba para regresar con su Ejército, sin haber conseguido ninguno de los suministros que necesitaba ni tampoco el más mínimo apoyo de Mehrab Khan, la última advertencia de su anfitrión también fue bastante premonitoria: “Habéis traído vuestro Ejército a Afganistán”, le dijo, “pero ¿cómo pretendéis sacarlo de aquí?”.
* Adelanto de ‘Retorno de un rey’ (Desperta Ferro Ediciones), del historiador y autor de literatura de viajes escocés William Dalrymple.