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Pensar como las bestias: nuevas miradas sobre la inteligencia animal

Las investigaciones científicas demuestran que otras especies también son capaces de sentir, soñar y comunicarse. Varias novedades editoriales desentrañan los misterios de las capacidades y emociones de los animales

El perro duerme plácidamente en el salón a los pies del sofá. De repente se mueve, patalea en el aire, parece que estuviera corriendo.

Chimpancés en el Bioparc de Valencia.Pensar como las bestias: nuevas miradas sobre la inteligencia animal

Pero ¿de veras está soñando el animal como lo hacemos los humanos todas las noches?

El alcatraz regresa por fin al nido donde le espera su pareja, con la que empieza a restregarse la cabeza y el cuello en cuanto se produce el reencuentro.

¿Se están saludando estas dos aves y dando muestras de alegría por volver a verse? Las cámaras de televisión retransmiten a una orca que arrastra a su cría inerte durante días enteros por las oscuras aguas del océano.

Desde nuestra experiencia, la muerte de un hijo representa una indescriptible tragedia. Sin embargo, ¿atraviesan también los cetáceos un proceso de duelo? Y, cuando un chimpancé se sienta detrás de otro y le rasca la espalda y le acicala el pelo con cuidado, suavemente, ¿demuestra que posee la virtud de la empatía?

INVESTIGACIONES

Atendiendo a las recientes investigaciones científicas y filosóficas, la respuesta corta a todas esas preguntas apunta en la misma dirección: sí, cada vez existen más pruebas de que los animales son dueños de esas y otras capacidades y emociones que hasta hace no tanto creíamos reservadas a los seres humanos.

La respuesta larga —con sus apuntes, explicaciones, matices, contextos y pies de página— la recogen numerosos ensayos publicados en España en los últimos meses y años, decenas de libros que se sumergen en los misterios de la inteligencia animal entendida en un sentido amplio y abarcador, desde la capacidad de soñar a la de comunicarse por medio de lenguajes, manejar la idea de la muerte y manifestar un comportamiento eminentemente altruista, entre otras cuantas aptitudes.

De vuelta a los interrogantes, ¿indica esta efervescencia editorial que algo está cambiando en nuestro posicionamiento con respecto a nuestros compañeros de planeta?

  • Para Frans de Waal, la contestación tiene forma de constatación: “Hace 30 años no se podía decir que los humanos son animales porque la gente se sentía insultada. Pero, por supuesto, los humanos somos animales”, resume el mundialmente reputado primatólogo neerlandés.

Uno de sus ensayos recientemente editado en castellano, La edad de la empatía (Tusquets), examina las claves de la compasión de la que dan señales chimpancés, bonobos y elefantes, un tema que comenzó a estudiar hace décadas.

“Creo que nuestra relación con los animales está cambiando en el sentido de que ahora reconocemos que existe una conexión. Reconocemos que nuestro comportamiento es en parte biológico y en parte cultural, pero nos ha costado más entender esto de los animales”, abunda. “Diría que ahora las jóvenes generaciones de científicos prestan mayor atención a la mente animal, a su cognición y sintiencia. Aunque hubo pioneros hace 100 años, ha habido una enorme resistencia a estas ideas”.

Tan contumaz se ha demostrado la oposición histórica a tomar en consideración la inteligencia no humana —­más allá de la validación del consabido instinto animal—, que hasta hace relativamente poco no han abundado los textos científicos sobre la cuestión de si otros seres vivos pueden soñar cuando duermen. Esta negación, y las consecuentes reservas de la ciencia al abordar la investigación de la mente animal, como concede De Waal, resultan en sí mismas “contraintuitivas”.

Salta a la vista que muchas especies con las que compartimos el día a día tienen capacidad de sentir y pensar. Sin ir más lejos, cualquiera que conviva con un perro concluiría, aun sin pruebas empíricas, que lo que este hace cuando patalea dormido es, efectivamente, soñar con que persigue a una presa o una pelota imaginaria.

“Me ha ocurrido varias veces que, leyendo los hechos y observaciones que los científicos han publicado, me doy cuenta de que las conclusiones que ellos sacan no son las mismas a las que yo llego con esos mismos datos”, expone David M. Peña-Guzmán, filósofo mexicano que acaba de publicar Cuando los animales sueñan (Errata Naturae), el primer ensayo que se adentra en el mundo fantástico que se abre cuando los animales cierran los ojos.

“Hay, digamos, una falla en la epistemología de la ciencia”, profundiza Peña-Guzmán, profesor de la Universidad Estatal de San Francisco, en EE UU.

Una grieta hendida por “las ideologías y los prejuicios de la ciencia”, por una concepción “mecanicista” de los animales “que ha llevado a los investigadores a ver las cosas de una manera reduccionista”.

El peso del conductismo (la rama de la psicología que analiza el comportamiento a partir de estímulos y respuestas) ha desempeñado un papel determinante a la hora de que, durante mucho tiempo, los animales hayan sido considerados por la ciencia como poco más que una suerte de máquinas biológicas.

Hablan de ello David M. Peña-Guzmán, Frans de Waal y también la pensadora española Susana Monsó, autora de La zarigüeya de Schrödinger (Plaza y Valdés), un libro sobre cómo comprenden y reaccionan ante la muerte desde las diminutas hormigas hasta las descomunales ballenas.

“Los humanos estamos en constante búsqueda de razones para sentirnos superiores y diferentes, lo que se traduce en que a lo largo de la historia hemos identificado distintas capacidades que supuestamente nos hacen únicos”, argumenta la profesora de la UNED.

En lo que se refiere a la percepción de la propia finitud, es cierto que las personas hemos desarrollado intrincadas teorías y rituales, palabras y gestos elaborados que aspiran a llenar un vacío cósmico, pero eso no significa que otros animales carezcan de un entendimiento de lo que implica el fin de la existencia.

“Yo defiendo que el concepto de la muerte es un espectro”, explica Monsó, “algo que admite distintos grados de complejidad, y que en sus manifestaciones más simples es fácil que otras especies lo posean, pues está ligado a capacidades que son muy importantes para la supervivencia”.

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Un grupo de belugas nada en el océano Ártico, en Noruega.



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