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El desafío de la industria musical

Mientras caen los grandes estudios, las principales beneficiarias son las compañías de Internet. ¿Hacia dónde se dirige este negocio?

EL PAÍS

Allan Pineda Lindo, miembro del grupo The Black Eyed Peas.El desafío de la industria musical

Aún así, mejor desconfiar de los que proclaman que hemos alcanzado el paraíso en la tierra. En general, la música se escucha hoy con peor calidad sonora que hace 30 años. Los oyentes de pop somos víctimas de la tendencia a saturar cualquier grabación, para que sobresalga entre la cacofonía ambiental, un vicio de los productores que resulta dañino con esos -auriculares que se introducen como proyectiles en los oídos, creando futuras generaciones de sordos.

Sí, se hace más música que nunca, pero es muy probable que su calidad media haya descendido. Más allá de los ilusionismo de la nostalgia, hay razones objetivas: van cayendo los grandes estudios, con su equipo humano altamente especializado; sobre todo, han desaparecido los A&R (directores artísticos), los productores y demás sistemas de filtros que nos libraban de mucha basura.

Pero de eso se habla poco. En realidad, más que de la música en sí, ahora hablamos de sus modos de consumo y de las plataformas de distribución. Tiene su lógica. Cada avance técnico ha repercutido en la creación: la capacidad de una pizarra de 78 rpm, un LP o un CD ha determinado la duración de las canciones y el margen de experimentación. La grabación, cualquiera que sea su soporte, necesita fuertes inversiones, no tanto para su elaboración como para el marketing. No es, como se suele creer, una foto fija del directo de un artista: se trata de un producto autónomo.

Entre esos trepidantes cambios quizá esté pasando desapercibida la creciente irrelevancia social de la música. Tras décadas en que el pop funcionaba como rompehielos para nuevas actitudes, ahora tiende a ser un objeto de consumo más, que no lleva mensajes de contrabando. En la esfera pública ha quedado reducido a un indicador de estilo de vida: todo político con ambiciones –Barack Obama es el maestro– aspira a apuntarse el toque cool con sus playlists, sus invitados, la concesión de honores.

El pop ya no provoca movimientos sísmicos. A la vez que ha crecido, se ha fragmentado en mil tendencias: se produce y se consume en nichos más o menos grandes. A los que repiten el lamento de “ya no se hace música como la de antes”, urge avisar que desde luego que sí, que quizá el problema resida en que se hace demasiada música sobre patrones añejos. Pero hay que esforzarse en buscar estas camadas recientes: nunca llegan al prime time televisivo.

La pista central del circo está ocupada por boy bands, agrupaciones de adolescentes aparentemente seleccionados en los mejores bancos genéticos, o las llamadas divas, actualización de las lascivas vedettes de nuestros abuelos; ambas especies protagonizan vistosos espectáculos de baile, luces y sonido (pregrabado). Y podía ser peor: si quieren paladear los verdaderos horrores del pop prefabricado, investiguen en el estilo idol, vistosos subproductos industrializados por Corea del Sur y Japón.

Siempre nos quedarán… Bob Dylan, los Rolling Stones, Leonard Cohen, Paul McCartney. Los héroes de los sesenta viven, en términos económicos, sus mejores años, gracias al directo y a las ventas de su catálogo. Cada equis tiempo se especula con los centenares de millones que se embolsarían los supervivientes de Led Zeppelin si aceptaran una gira internacional. Dejando aparte a U2 o Madonna, nadie tiene lo que estos ilustres ancianos: cancionero profundo, gancho intergeneracional, dimensiones míticas.

Se quejaba Gloria Swanson en El cre-púscu-lo de los dioses, aquella amarga película de Billy Wilder: “Yo soy grande, son las películas las que se han hecho pequeñas”. El mismo proceso afecta al pop actual. Los soportes musicales han empequeñecido hasta convertirse en invisibles: un mp3 carece de materialidad, no transporta información complementaria y –es una sospecha– banaliza la experiencia estética.

Cuando irrumpió Internet en nuestras vidas, su oferta de barra libre musical resultó irresistible. Te topabas con amigos no especialmente musiqueros que presumían de llenar sus discos duros con discografías completas, incluso de grupos que les resultaban desconocidos. Y normalmente, allí se quedaban: almacenadas, sin escuchar, arte muerto.

El paradigma, ya saben, ha cambiado. Acumular miles de horas de música perdió su encanto. Ahora se aspira a disponer de toda la música del mundo en cualquier lugar, a través de ordenador o teléfono. Servicios de streaming, como Spotify, Deezer o Apple Music, nos prometen la Fonoteca Universal. Conviene saber que hay mucho de espejismo: basta con buscar algo que se escape del mainstream o de los catálogos de las grandes compañías para descubrir enormes vacíos. Finalmente, además, estamos a merced de máquinas torpes: no distinguen entre artistas homónimos y se atragantan con los grupos o solistas que cambian de denominación.

Las zonas de sombra de Spotify y similares están mejor iluminadas en YouTube. Aquí el problema es la abundancia. La búsqueda de determinada canción genera infinidad de resultados. Esa catarata carece de jerarquías: se mezclan las versiones de directo con las de estudio, los vídeos con movimiento y los realizados a partir de fotos, los audios cuidados y los desastrosos, los originales y las versiones de aficionados. Aparte, la mayoría han sido subidas ilegalmente, por alguien que no es su propietario. Cierto que eso no preocupa al común de los artistas: lo consideran una forma de promoción. Incluso alguien tan puritano respecto a la pulcritud sonora como Neil Young tolera todo tipo de vídeos: para él, me aseguró, YouTube es el equivalente actual de la freeform radio, las emisoras contraculturales que funcionaban sin limitaciones comerciales.

No todas las superestrellas son igual de generosas. Al igual que algunas multinacionales, cuentan con equipos de sabuesos que avisan a los abogados, que obligan a suprimir determinado material. Los vigilantes de Bob Dylan permiten sus vídeos en directo, pero arremeten contra los que parten de sus grabaciones. Prince está literalmente obsesionado por eliminar toda imagen suya que no controle. Prohíbe que se graben sus conciertos y toma medidas antipáticas: sus gorilas confiscan móviles y expulsan a los infractores. El pasado año denunció a 22 fans que compartían filmaciones de sus directos, exigiendo a cada uno un millón de dólares en daños y perjuicios. Dos semanas después, tras haber metido el miedo en el cuerpo a su comunidad de seguidores, retiró las demandas.

El concepto clave es control. Tal vez leyeron aquella noticia de 2012: Bruce Willis pretendía llevar a juicio a Apple al descubrir que no podía legar a sus hijas las abundantes canciones que había comprado a través de iTunes. Era una invención periodística, pero se descubrió que, en sentido estricto, iTunes no vende canciones: vende el derecho a disfrutar de esas canciones en dispositivos de Apple; igual ocurre con la música y los libros que comercializa Amazon.

Desde 1889, cuando Thomas Edison comenzó a vender cilindros pregrabados, no ha cesado la pelea por el reparto de la tarta. Los principales contrincantes han sido los artistas y las compañías fonográficas. Pero no los únicos: las editoriales de música, que veían declinar su negocio principal (la venta de partituras), intentaron mantener sus prerrogativas. Los instrumentistas exigieron sus derechos; en Estados Unidos, el sindicato de músicos mantuvo una exitosa huelga entre 1942 y 1944: solo se grabaron discos vocales y los llamados V-discs, que no salían a la venta y eran enviados a los soldados en guerra.

Y todas estas partes –artistas, discográficas, editoriales, músicos– han combatido en algún momento contra la radio. Se temía que su oferta de música gratuita acabaría con las actuaciones en directo y con el incipiente mercado de grabaciones. Desde luego, la radio impactó en las ventas de partituras, con el declive del hábito de hacer música en casa, alrededor del piano, pero discos y directos sobrevivieron.

En realidad, esos 125 años de música grabada se podrían retratar como una guerra constante contra los avances tecnológicos, desde la pianola hasta el streaming. No lo interpreten como una oposición frontal al progreso: estamos hablando de sectores con intereses ambiguos, lastrados por la desconfianza. Dentro de cada bloque puede haber posturas contrapuestas. Allá por el año 2000, durante la primera gran batalla del Internet musical, la que enfrentó a las discográficas con -Napster, el popular servicio de intercambio P2P de archivos, la compañía alemana Bertelsmann se ofreció a invertir en la nueva empresa; la hostilidad del resto de la industria acabó con la inteligente idea de legalizar algo que funcionaba perfectamente. Un patinazo.

El hueco de Napster fue ocupado por una multiplicidad de iniciativas –Gnutella, Kazaa, LimeWire, Grokster– que terminaron chocando con el precedente legal establecido por el tribunal federal que aceptó los argumentos de las disqueras. Estas intentaron montar sus propias tiendas en Internet, con resultados desastrosos: ahora mismo, pocos podrían decir qué multinacionales estaban detrás de Pressplay o de Zune.

En contra de lo comúnmente asumido, los emporios de la música grabada no se pusieron necesariamente “en contra de Internet”. En el fondo, sabían que las vacas gordas del CD no iban a ser eternas y estaban dispuestos a abrazar lo nuevo. A principios de siglo, José María Cámara, el más carismático de los disqueros, celebraba la desmaterialización de la música: “No lo puedo decir en público, pero sé que nuestra vida resultará infinitamente más cómoda cuando no tengamos que lidiar con fábricas, almacenes, viajantes, transportistas, El Corte Inglés…”.

Cámara aseguraba que el enfrentamiento entre discos físicos y archivos de Internet iba a ser ganado por los segundos. En contra de lo que nos enseña la historia, tanto los periodistas como los disqueros tendemos al pensamiento binario: o esto, o lo otro, con triunfo final del invento más avanzado. Pero la radio no arruinó los locales de directo, la televisión no acabó con el cine, el CD no enterró al vinilo. En la práctica conviven medios y soportes en feliz confusión, ignorando las profecías apocalípticas.

Por ejemplo, llevamos años con la cantinela de que el CD está en las últimas: sus detractores aseguran que su destino final será servir de “espantapalomas”. El CD, además, carece de la aureola romántica del vinilo. Sin embargo, los discos plateados dominan el mercado musical de países en la vanguardia tecnológica, como Alemania o Japón. En la tierra del sol naciente, donde no se ha instalado Spotify, el CD representaba en 2013 el 85% de las ventas de música; en Alemania se acercaba al 70%.

Suena a herejía, pero hay que decirlo: excepto en su dimensión gráfica, el CD representa un avance respecto al LP. Más capacidad, mayor frecuencia sonora, menor peso, superior manejabilidad y, con los precios actuales, mejor relación costo/contenido. Se podría decir incluso que es un producto de “comercio justo”: sus creadores saben cuánto ganan por ejemplar vendido.

No ocurre así en el Territorio Digital. El pasado julio, David Byrne publicaba un artículo de opinión en The New York Times titulado “Hay que abrir la caja negra de la industria de la música”. Explicaba los motivos de que un bombazo como Happy hubiera recaudado para su autor, Pharrell Williams, cantidades risibles en concepto de explotación digital: los dados están trucados en contra del artista.

YouTube comparte un 50% de sus ingresos publicitarios con discográficas y editoriales; Spotify paga el 70% de las suscripciones al propietario de la grabación. El proceso se opaca cuando intentaba determinar qué porcentaje le toca a él, David Byrne, como artista y como propietario de un pequeño sello especializado (Luaka Bop). No lo pudo saber: “Es un cálculo demasiado complejo”.

En la práctica, el panorama se parece a un cártel. Las tres grandes multinacionales (Universal, Sony, Warner) han firmado con las empresas de Internet contratos secretos –nondisclosure agreements, en la jerga legal– que, esencialmente, les permiten repartir lo recaudado de forma arbitraria. Ese ocultismo explica que muchos artistas, encabezados por Jay-Z, hayan montado su propia versión de Spotify bajo el nombre de Tidal. Alguien se está enriqueciendo con el streaming, pero no son ellos.

La clave puede estar en las cantidades multimillonarias que Spotify paga por el derecho de acceso a los catálogos de las multis, dinero que no repercute en los artistas. Dado que algunas grandes compañías son accionistas de Spotify, las sospechas son inevitables. Durante una conversación con Joseba Elola, Juanma Latorre, guitarrista de Vetusta Morla, lo expresaba con gracia en este periódico: “El artista siempre se ha llevado las migajas, que antes eran de un pan de hogaza y ahora son de un pan de molde”.

El mundo entero considera a las discográficas como los “malos de la película”. Es un prejuicio extraño: muchas editoriales de libros o productoras de cine siguen parecidas prácticas de “contabilidad creativa”, pero no acumulan, ni de lejos, el oprobio reservado para las disqueras. Las descargas ilegales y otras formas de piratería musical prosperaron bajo la coartada moral de que la industria se merecía lo peor.

No obstante, esta industria lleva un siglo largo cumpliendo con su función social: presentar la música del presente y recuperar la del pasado. Hoy cuesta creerlo, pero Las cuatro estaciones, de Vivaldi, era una pieza oscura del barroco, conocida únicamente por especialistas, hasta que fue grabada, primero en Roma (1942) por Bernardo Molinari y luego en Nueva York (1947) por Louis Kaufman.

En el imaginario de los consumidores se implantó otro modelo de discográfica. Un modelo más detestable, donde la música banal eclipsa a la creativa, donde los derechos de los artistas son cada vez menores, donde se exprime tanto al consumidor como a los que desarrollan la materia prima del bisnes.

Ese es el tópico, y parece que la industria nacional se siente culpable o resignada con semejante retrato. Durante los años calientes, cuando se intentaba minimizar la sangría de Internet, las discográficas esencialmente dejaron que la SGAE llevara el peso de la (impopular) batalla. Visto el resultado, la espectacular defenestración de Teddy Bautista, uno puede comprender la reticencia de las disqueras, aunque no disculpar su incapacidad para reivindicarse 

como agentes culturales.

Por lo que se intuye, las discográficas parecen esperar la irrupción del Séptimo de Caballería. Se acogen a la vigorosa defensa del derecho de propiedad intelectual que realiza Estados Unidos. Una actitud relativamente reciente: durante la mayor parte del Siglo XX, jueces y legisladores estadounidenses hacían interpretaciones generosas del copyright, inicialmente limitado a los 28 años que seguían a la publicación de una obra.

Todo cambió en los setenta. Estados Unidos, que estaba perdiendo su base industrial, decidió definirse como una information society. La fuerza del país estaba en sus patentes, generadas por una dinámica combinación de universidades, empresas y Gobierno federal. Lo audiovisual –discos, películas, programas televisivos– pasaba a ser contenido (otra palabra mágica) digno de protección. La Copy-right Act de 1976 lo garantizaba durante la vida de su autor más 50 años. En 1998, Sonny Bono, cantante reciclado en congresista republicano, añadió otros 20 años. Fue rebautizada como la ley Disney: estaba calculada para evitar que los primeros dibujos animados del ratón Mickey entraran en el dominio público.

Con semejantes guardaespaldas, uno creería que los grandes emporios del entretenimiento no pueden naufragar. Vivir para ver: hace tres años se hundió un centenario buque insignia de la música grabada, EMI. Había caído en las garras de Terra Firma, un fondo buitre que carecía de sentimentalismo: en 2010 pretendía derribar los estudios de Abbey Road y construir encima pisos de lujo; la indignación resultó tan apabullante que el Gobierno británico se apresuró a declararlo edificio histórico, intocable por tanto.

Con todo, la pregunta es inevitable: ¿tienen sentido las grandes discográficas en la segunda década del Siglo XXI? Industrialmente, sí: funcionan, generan beneficios en los años buenos y poseen un know how único. Resulta significativo que, a pesar de que su valoración esté por los suelos, los gigantes tipo Apple o Microsoft no se hayan planteado adquirirlas: prefieren que sigan, con sus tortuosos métodos, para luego poder vampirizarlas desde una posición de fuerza.

Culturalmente, su importancia se ha achicado. En el pasado, la riqueza del ecosistema discográfico permitía apostar por talento atípico e incluso respaldar propuestas minoritarias. Con las estrecheces del momento, ya no hay tolerancia para audacias. Ni siquiera sirven las viejas reglas: antes se suponía que 9 de cada 10 discos perdían dinero; el décimo permitía que las calderas siguieran a pleno funcionamiento. Hoy no hay paciencia: si no despegan en dos o tres lanzamientos, los nuevos fichajes son despedidos. Como siempre, los 

artistas están en desventaja.

Disponen, eso sí, de otras posibilidades: la autoedición, el subcontratar los servicios de fabricación y distribución. Desdichadamente, esas opciones solo resultan efectivas si se disfruta de una reputación ya establecida. Lo lucrativo de la autoedición esconde carencias dolorosas a largo plazo. Trent Reznor, cabecilla de Nine Inch Nails, rompió con las multinacionales en 2007 y regresó al redil cinco años después: de gira por Europa, comprobó que sus discos independientes no estaban en las tiendas ni tampoco había nadie conectando sus directos con su nueva música.

Reznor fue una figura rompedora en sus inicios, pero, con el tiempo, se ha ido amansando; incluso desempeña “funciones creativas” en Apple Music. Son escasos los artistas que se han rebelado contra el imperio de los monstruos de la informática. Más allá del berrinche de Taylor Swift, cuantificable en dólares, la única propuesta detallada vino de Pete Townshend, fino observador de la evolución de la música popular. En 2011, aprovechando el púlpito de la John Peel Lecture, conferencia anual patrocinada por la BBC, la cabeza pensante de The Who sugería a Apple un programa minucioso de ayuda a los nuevos creadores: contratar a 20 cazatalentos que tutelaran anualmente a unos 500 artistas frescos, a los que se proveería de ordenadores y software.

No se trataba de mecenazgo: Apple difundiría los resultados, primero gratuitamente y luego poniendo a la venta los que tuvieran posibilidades masivas. En realidad, Townshend ofrecía a Apple un prototipo de discográfica del Tercer Milenio. El pasado año, cuando presentaba su autobiografía, le pregunté por la respuesta de Apple. “Nunca hubo respuesta”, contestó.




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