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‘Editar consiste en hacer público tu entusiasmo’

Robert ­Gottlieb vive en un elegante brownstone de cuatro pisos sin ascensor, pero con parque privado. Una silenciosa isla en mitad del pandemonio del medio Manhattan llena de sus manías de coleccionista. Están, antes que nada, los miles de libros, que se amontonan en las mesas y forran las paredes con cierto desorden desde que la asistente decidió hace poco ejercer de bibliotecaria sin encomendarse a nadie.

Robert Gottlieb, en el dormitorio de su casa neoyorkina, donde atesora su colección de bolsos de plástico.‘Editar consiste en hacer público tu entusiasmo’

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ENTRE EL ESPANTO Y LA MARAVILLA

El legendario editor estadounidense atesora estos artefactos en el dormitorio sobre filas de baldas de cristal transparente, aunque le pese a la actriz María Tucci, su mujer desde 1969.

Gottlieb, una versión más alta (y a sus 87 años, aún admirablemente erguida) de Woody Allen, muestra sus tesoros con la misma mezcla de candidez, ironía judía y estudiada modestia con la que ha escrito “Lector voraz”, sus espléndidas memorias. En ellas cuenta cómo llegó a ser uno de los editores más influyentes del siglo XX. Aquel niño del Bronx cuyos padres obligaban a salir a la calle a tomar aire durante una hora al día y pasaba ese tiempo junto a la puerta de casa, jugando con el yoyo y contando los minutos para volver a su cuarto, a los libros de Henry James y la radio.

Primero en Simon & Schuster (1955-1968) y después como mandamás en la prestigiosa Knopf (1968-1987), Gottlieb ha leído, corregido y publicado a una nómina de novelistas, historiadores y famosos que incluye a Joseph Heller, Toni Morrison, Bob Dylan, ­John Updike, Doris Lessing o John Cheever.

También es el hombre que rechazó publicar “La conjura de los necios”, de John Kennedy Toole, la clase de decisión que le persigue a uno el resto de la vida. “No me arrepiento. Volví a leer el libro y llegué a la misma conclusión. Reconocí la enorme cantidad de talento y el mismo montón de fallos terribles que la primera vez. Cuando el chico se quitó la vida, la madre me echó la culpa. Supongo que no se lo puedes tener en cuenta, pero su locura contribuyó al trágico desenlace”, recuerda.

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SOBREVIVIENDO A LOS LIBROS ELECTRÓNICOS

Pero tal vez lo más interesante de “Lector voraz” sea la defensa del oficio silencioso de editor, que brilla sólo cuando brillan otros y permanece inalterable, dice Gottlieb.

“En estos tiempos de Amazon, libros electrónicos y agentes con piel de chacal, el trabajo de un editor es y siempre será, hacer público el entusiasmo. El proceso no cambia: lees algo, ese algo causa una reacción en ti y si se puede arreglar de algún modo, lo haces. Lo que ha cambiado es la industria. Todo se echó a perder con la llegada de la fotocopiadora. La posibilidad de hacer con facilidad varias copias de un manuscrito hizo posible que circularan entre varios editores. Empezaron las subastas y ahí se terminó todo. Por suerte, no tengo nada que ver con eso desde hace décadas. Lo observo desde la distancia, entre divertido y aterrado. Ahora que estoy al otro lado y como he trabajado con centenares de escritores irracionales, trato de no comportarme como uno”.

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Y DE TODAS ESAS IRRACIONALIDADES, ¿QUIÉN SE LLEVA LA PALMA?

“Dejémoslo en que en el gremio de los escritores los hay con muy variados problemas mentales. La relación editor-autor se parece a la de psiquiatra-paciente. En cierto modo eres el jefe, pero al mismo tiempo hay muchas emociones en juego. A algunos autores no les gusta que les toques una coma. V. S. Naipaul, por ejemplo. Por suerte, no lo necesitaba. Otros se sienten engañados si no lo haces. Hasta los hay, como Toni Morrison, que disfrutan del proces”.

Gottlieb dejó la primera línea de la edición en 1987 para sustituir, en un giro sorprendente de su historia y de la historia del periodismo progresista en Estados Unidos, a William Shawn, legendario director de The New Yorker.

“No me interesaban, ni me interesan demasiado las revistas. Prefiero leer el periódico o un buen libro. No diría que hice periodismo. Enfoqué aquel trabajo como el resto: leía y ponía todo el buen material del que era capaz en el orden adecuado. Ya no se trabaja con la misma profundidad de por ejemplo los famosos perfiles de The New Yorker. En los tiempos de Shawn, un periodista proponía un personaje. Si se lo aprobaban, desaparecía, pasaba semanas y semanas con el objeto de su artículo, se leía 173 libros sobre el tema y volvía a los ocho meses con un texto de 15 mil o 20 mil palabras. Ya no es así. Ahora leen dos libros, están dos horas con el famoso en cuestión y consiguen un par de cortes de sonido. El resultado: te ofrecen lo mismo que ya has leído en todas partes. ¿Para qué perder el tiempo con eso?”, afirma.

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NO PIENSA EN EL RETIRO

“Tengo 87 años, no creo que me retire. Me parece que me va a retirar la vida antes”. Tal vez por eso está mucho más interesado en el pasado que en el presente”. Pero no es nostalgia.

“Cuando era joven pasaron cosas extraordinarias. Por ejemplo, en el ballet: cuando empecé a ver ballet seriamente tenía 17 años, era 1948 y estábamos al principio del auge de Balanchine, el coreógrafo más importante de la historia, que además resultó ser el más revolucionario. Un nuevo ballet suyo era como asistir al estreno de una obra de Shakespeare. Ahora no siento esa emoción con nada de lo nuevo, pero no es porque sea un viejo, sino porque no hay un Balanchine. Lo mismo se puede decir de la literatura. Cuando yo estaba en el colegio y salía una novela de Faulkner era un extraordinario acontecimiento para todos nosotros. ¿Hay ahora un escritor de la talla de Faulkner? Déjeme que piense. No, me temo que no”.




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