La Edad Media, esa supuesta época oscura que impregnó sus edificios de color
La investigación de uno de los conjuntos medievales mejor conservados del país, en el monasterio de Oña, reafirma la policromía como un elemento indispensable en la decoración de las iglesias
Cuando los visitantes llegan a la antigua sala capitular de San Salvador de Oña, monasterio fundado a principios del siglo XI en el norte de Burgos, se encuentran con los restos de varios arcos románicos policromados, con más de 800 años de antigüedad. “Es un conjunto excepcional, pero los espectadores se acercan un poco, lo miran y se van sin que haya un sentimiento de entender lo que han visto”, reconoce la historiadora del arte Ana María Cuesta, que ha dedicado la última década a estudiar, a través del patrimonio y dentro de su tesis doctoral, cómo se entendía el color en la Europa de la Edad Media: “Tenía mucha más importancia de lo que pensamos en la actualidad, no se concebía que una escultura estuviera acabada si no estaba policromada”.
Porque la sociedad de ahora confía, a ojos ciegos, en esa imagen inmaculada de la piedra desnuda que hoy se puede observar en la mayor parte de las portadas de los templos religiosos, o en las esculturas de sus capiteles. Pero no fue así, en absoluto. El siglo XIX, la literatura o el cine “han hecho mucho daño” —reconoce la investigadora de la Universidad Complutense de Madrid— a la verdadera imagen de la Edad Media, construyendo el popular cliché de un tiempo oscuro, en blanco y negro. Un estereotipo insostenible ante la riqueza cromática de los citados arcos de Oña, la portada de la Virgen del Dado de la catedral de León o el pórtico de la Majestad de la colegiata de Toro (Zamora), por citar solo algunos de los ejemplos más evidentes.
- De todos modos, para comprender por qué piezas coloreadas como la de Oña —una de las mejor conservadas de la Península— son muy escasas y causan extrañeza en el ciudadano del siglo XXI, hay que viajar un poco más atrás en el tiempo. Jorge Rivas López, profesor en la facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid, constata en su tesis doctoral que los artistas dejaron de confiar en los colores y en los dorados medievales desde mediados del siglo XV. Con la llegada del Renacimiento, el nuevo patrón pasaría a ser el arte griego y romano, subyugados los creadores por la “belleza ideal de la piedra en su color natural”, especialmente, por la capacidad de seducción de “los desnudos realizados en mármol blanco”.
Un planteamiento tan sugerente… como erróneo. Los renacentistas obviaron que los mármoles clásicos habían ido desprendiéndose de su abundante policromía original con el paso del tiempo, sepultados o por efecto de la intemperie. En franco declive, “el arte romano se había ido cayendo, destrozando, hasta perder finalmente la pátina original, el color que lo recubría; así que lo que ellos percibieron era únicamente el resultado final, el mármol blanco”, precisa Ana María Cuesta. El equívoco se mantendría ya hasta finales del XVIII, cuando el descubrimiento de las antiguas ciudades de Pompeya y Herculano acabaría demostrando lo que ya se intuía: que el gusto por el color es connatural al ser humano, y que no se ha interrumpido desde la Antigüedad.
“La policromía sobre piedra y la pintura en general no solo se usaron como un aditamento estético de esculturas y portadas historiadas, como solemos pensar, sino también para recubrir todo tipo de superficies”, revela la historiadora madrileña, quien detalla que los diferentes pigmentos se aplicaban igualmente a los muros para “proteger la piedra de la humedad, el desgaste o el uso”, tal y como hoy pintamos las paredes de nuestras casas. Así, cuando las vivas tonalidades del medievo pasaron de moda, los colores acabaron ocultos bajo sucesivos encalados. Hasta que las agresivas restauraciones del siglo XIX se llevaron por delante las diferentes capas que se habían ido superponiendo, incluida la original: el color medieval. De ahí que muy pocos testimonios hayan salido ilesos.
“Lo que es muy importante es entender que el uso del color en el arte románico se encaja perfectamente en un engranaje utilizado desde la Antigüedad, como se demuestra, por ejemplo, en Egipto, donde la pintura se percibe con más claridad en los mausoleos, conservados bajo tierra”. La observación corresponde a Carlos Nodal, historiador del arte (Universidad Autónoma de Madrid) y restaurador que ha dedicado años de investigación a la policromía en diferentes periodos, de la Edad Media al Barroco. Frente a la pretendida austeridad medieval, Nodal subraya el uso, también, de materiales preciosos como el oro o el lapislázuli, una gema importada de Oriente Próximo para lograr el más intenso de los azules. Elementos que ha encontrado, por ejemplo, entre los escasos restos medievales que conserva el recién restaurado pórtico de la Gloria, en la catedral de Santiago de Compostela.
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Precisamente, Ana María Cuesta ha detectado en San Salvador de Oña una elevada presencia de metales decorativos junto a las capas pictóricas, como el oro, la plata o el estaño. Esta práctica —que tenía como finalidad “el contraste de los colores y la luz, muy entrelazados en la Edad Media”, señala la doctora en Bellas Artes— fue más habitual en otros países, como Italia o Francia. De ahí que Cuesta haya rastreado la fuente de inspiración en el sur de la Península, en edificios tan sobresalientes como el Real Alcázar de Sevilla o la Alhambra de Granada, cuyas preciosas molduras de yeso se adornaban, entre otros elementos, con estaño. Una comparación que acercaría el monasterio burgalés… al arte nazarí.
Así que los pigmentos en la “oscura” Edad Media cumplían una función protectora y también estética. Pero ¿qué hay del enigmático simbolismo románico en el color? “No era excluyente; de hecho, en el mundo medieval tenían muy interiorizada la lectura de estos mensajes y eran capaces de identificar una escena o un personaje a través del simbolismo del color”, sostiene la historiadora. Incluso, existía un significado para cada tono de color. Por ejemplo, un amarillo brillante, cercano al dorado, podía ser sinónimo de divinidad, mientras que uno más apagado, semejante al azufre, suponía la presencia del demonio. El restaurador Carlos Nodal, en cambio, es algo más escéptico sobre ese supuesto mensaje. “Se trata de colores planos y muy fuertes, con predominio de la trilogía del azul, el verde y el rojo”, argumenta Nodal, quien prefiere hablar de “un simbolismo general” para “llamar la atención”, y también como un método de ostentación de quien estaba detrás de la construcción de aquellos templos, la realeza o la alta jerarquía de la Iglesia.
Color en uno de los arcos de San Salvador de On~a.
Conjunto de arcos roma´nicos policromados en San Salvador de On~a (Burgos).