Paul Valéry, la vanidad del significado
Los grandes poetas suelen ser buenos filósofos. No necesitan hacer explícito su pensamiento, saben dejarlo entre líneas, en el blanco entre los versos o a vuelta de página. El francés, en cambio, se consideraba el “antifilósofo”
La lengua es de natural poética, no filosófica. El filósofo vive de ilusiones. El poeta las fabrica. Al fin y al cabo, filosofía y poesía son literatura. La poesía indaga el origen, al filósofo le interesa el destino, hacia dónde vamos. Si el origen coincide con el destino, el poeta y el filósofo trabajan en la misma dirección, pero en sentidos opuestos. Ahora bien, la poesía anticipa a la filosofía. Los filósofos anteriores a Platón, ¿acaso no eran poetas? Parménides escribió un poema y Heráclito oráculos.
Los grandes poetas suelen ser buenos filósofos. No necesitan hacer explícita su filosofía, saben dejarla entre líneas, en el blanco entre los versos o a vuelta de página. Heidegger decía, en una de esas frases suyas tan resonantes, que el poeta y el filósofo viven en una misma cueva.
Una verdad a medias, aunque haya poetas que se han deslizado felizmente en el ensayo: Octavio Paz, Samuel T. Coleridge, T. S. Eliot, Antonio Machado o Charles Baudelaire, por citar unos cuantos. Pero el caso de Paul Valéry resulta excepcional. Pues el francés, representante de la poesía pura, se consideraba a sí mismo un antifilósofo:
“En la metafísica, nos dice de joven, sólo hay necedad”
“En la metafísica, nos dice de joven, sólo hay necedad”. Pero la filosofía, como la respiración, es inevitable. No es algo de lo que se pueda prescindir. Cada cual, lo quiera o no, tiene la suya. Incluso para quienes la niegan, la filosofía les reserva una escuela, de la que Diógenes o Nagarjuna serían dignos representantes.
Lo visto y lo escuchado
El irlandés Berkeley sostenía que lo que vemos y lo que escuchamos no pertenecen a mundos coherentes. La mente es la encargada de armonizar esas dos experiencias, construyendo continuamente “cosas”, que son retales de sonidos y visiones con los que nos topamos cada día. La rivalidad entre la imagen y el sonido recorre la historia de las civilizaciones, las artes y el pensamiento.
India es sonora, Grecia visual. Algunas veces traza caminos divergentes, como en el caso de la música y la pintura, otras convergentes, como en la literatura y la filosofía. Una novela de Dickens puede ser escuchada, como hacía la servidumbre en las cocinas del Londres victoriano, y proyectarse en la imaginación del lector. Uno puede oír la filosofía de labios de Sócrates o “verla” en una página de Platón.
En todo caso, la palabra es primero sonido y luego imagen mental (aunque ella misma, escrita, sea ya una imagen, que la cultura china y árabe han convertido en arte). Para evitar la idolatría, en el islam no se representa a Dios, como hicieron los hebreos y los primeros budistas.
De ahí que no sea extraño que las cosmogonías, las teorías sobre el origen del mundo, compartan esa vieja rivalidad. Para algunos el origen fue un resplandor de luz, para otros una vibración, OM védico o big bang, que todavía se escucha en radio-ondas, aquí y ahora, en el lugar donde ustedes leen o yo escribo. El origen está siempre presente.
El antifilósofo
Muchos creen que la filosofía consiste en tener opiniones, en sostener una visión del mundo. Pero hay una filosofía que permite distanciarse de las opiniones, tanto de las propias como de las ajenas. Contemplarlas desde fuera, con sana indiferencia, incluso con cierta jocosidad. Esa es la postura, sospecho, de Valéry. Una perspectiva que rehúsa “sostener” y prefiere contemplar.
La realidad radical es la vida. De pronto, nos encontramos en ella y no lo hacemos desnudos. Llegamos con todo un ropaje de inclinaciones, instintos y creencias que, a lo largo de la existencia irán tomando ese curso singular que llamamos biografía.
El curso de nuestra vida depende directamente de estas creencias y opiniones sobre el mundo, sean fundadas o infundadas. El descreimiento también es una forma de creencia. La ciencia, lo mismo.
Todos cargamos con un repertorio de convicciones, como individuos, como pueblo y como contemporáneos. Esas creencias son el suelo de la vida del pensamiento, ya sean los axiomas de la lógica o la fe del creyente. La fe no es propia del entendimiento, sino de la voluntad. Cree el que quiere creer. Las creencias, además, no forman un sistema o un todo coherente. En ocasiones son contradictorias o simplemente inconexas.
La idea es aquello que se piensa. La creencia se puede pensar, pero no necesariamente. Generalmente se tiene, prefiere el perfil bajo. Con ella se analiza todo lo demás y uno orienta su vida. Nagarjuna, filósofo budista del siglo segundo, propuso algo imposible: el abandono de todas las creencias y opiniones. Lo que propone, claro está, es un ideal.
El ideal del sabio, que es aquel que no se deja enredar por creencias y opiniones, y abandona los debates estériles sobre si el mundo es esto o lo otro. Y lo hace siguiendo una tradición escéptica (y saludable) del mahayana que se remonta a un episodio de la vida de Buda. En cierta ocasión le preguntaron al maestro por cuatro cuestiones decisivas que han ocupado a los filósofos durante siglos.
- Estas cuestiones se referían a la infinitud o finitud del espacio y el tiempo, a la identidad o diferencia entre el cuerpo y el alma, y al destino del liberado después de la muerte. Todos los presentes aguardaban expectantes la respuesta. Y el maestro de nuevo los sorprendió a todos, guardando un prolongado silencio. La vida de cada cual no mejora o empeora por saber si el tiempo o el espacio acaban.
Tampoco se aprovecha mejor por saber si el cuerpo o el alma son la misma cosa o diferentes. El caso es que estas opiniones resultan ociosas, una distracción para la mente diáfana y atenta a la que apunta la enseñanza.
Llevado al terreno de la teoría del conocimiento, que los filósofos llaman epistemología, lo que Nagarjuna sugiere es que los medios de conocimiento (percepción, inferencia, metáfora y testimonio verbal) no pueden entenderse sin los objetos que conocen y viceversa. Esa dependencia mutua hace que ambos sean, para Nagarjuna, entidades carentes de naturaleza propia, vacías, casi ficticias, más parecidas a una ilusión o un sueño que a una sólida realidad.
Todo ello es una forma de decir que estamos entrelazados con los objetos que percibimos. El sujeto no puede entenderse sin el objeto, y ninguno de los dos pueden entenderse sin el hecho mismo de percibir.
La percepción es el lazo que ata y compromete al sujeto con el objeto. Ambos dependen de ella, irá otro filósofo indio.
La percepción tiene una luminosidad propia (que es la luminosidad de la vida), y en su luz se bañan el sujeto y el objeto, que, desde esta perspectiva, son luz reflejada. Conviene entonces que la mente abandone las especulaciones y atienda al elemento genuino de lo real: la percepción (y el deseo que suscita). Un talante (no una postura) que comparte con el poeta filósofo.
Paul Valéry, en su casa en 1935.