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‘El brazo de Pollak’

El escritor alemán Hans von Trotha cuenta la historia del reputado anticuario y asesor de grandes coleccionistas Ludwig Pollak, quien en 1906 identificó el brazo original del grupo escultórico helenístico en un anticuario y lo depositó en los almacenes de los museos Vaticanos

El Laocoonte, en el Museo Pío Clementino del Vaticano.‘El brazo de Pollak’

Cuando en 1506 se descubrió el Laocoonte, enterrado en unos viñedos que cubrían los restos de las termas de Tito, pintores y coleccionistas quedaron literalmente atónitos por el efecto que les produjo aquella formidable escultura que representa la escena descrita por Virgilio en La Eneida: el sacerdote troyano que exhorta a sus compatriotas a que rechacen el gigantesco caballo en el que se ocultan los soldados griegos, y los dioses que lo sentencian enviándole dos serpientes marinas para que se apoderen de él y de sus dos hijos. La tensión entre los gestos exasperados y las espirales de las bestias que se enguirnaldan en los cuerpos es un “instante pregnante” que ha dominado el imaginario universal durante siglos.

Una versión actual del mito helenístico serían esos héroes oscuros que desvelan los secretos de los gobiernos y son injustamente castigados por haber dicho la verdad. O más recientemente, la pareja de activistas que pegaron sus manos precisamente en la peana del Laocoonte, actualmente en el Vaticano. “La crisis climática a la que se enfrenta el mundo es una advertencia que los grandes líderes del mundo ignoran, y ahora a nosotros se nos ignora y reprime”, declararon tras su detención.

El asunto de brazos y manos no es baladí. Cuando se exhumó el Laocoonte, el mármol estaba en relativamente buen estado, faltaban algunas partes de las serpientes, los brazos derecho de Laocoonte y de uno de los gemelos, y la mano derecha del otro. Miguel Ángel convenció al papa Julio II para que adquiriera la escultura. Se hicieron moldes y copias, la obra fue varias veces completada, siendo la cuestión del brazo perdido y su posición (hacia arriba o doblado a la espalda) la que generó mayor debate entre los restauradores. Durante siglos, el brazo del Laocoonte fue ciclón en todo, gustaba de agitarse, aparecer y desaparecer sin desear la estabilidad, una cualidad que era suya a pesar de su materia.

El instante congelado en piedra que simboliza la caída de Troya, que permite la fuga de Eneas y la fundación de Roma, propició fecundos debates estéticos. En Laocoonte o los límites de la pintura y la poesía, Gotthold E. Lessing descargó la primera coz contra el ideal de belleza neoclásica definida por Winckelmann, al introducir la fealdad y la categoría espectral de lo sublime, temas que han determinado hasta hoy mismo nuestro criterio estético. También rebatió el viejo símil horaciano del ut pictura poesis, separando artes plásticas y poesía con un muro craso: mientras que los materiales de las primeras son los signos naturales y simultáneos, la segunda —que consideraba superior— juega con los signos arbitrarios y el valioso arsenal del tiempo.

El escritor alemán experto en jardines Hans von Trotha demuestra que es posible utilizarlas en común y mezclarlas. Si no fuera así, ¿qué poca cosa podría decir un creador que solo estimara una de ellas? Su libro, El brazo de Pollak, es otro laocoonte que se despliega ante nuestros ojos en menos de cuatro horas de lectura. Cuenta la historia del reputado anticuario y asesor de grandes coleccionistas Ludwig Pollak (1868-1943), quien en 1906 identificó el brazo original del grupo escultórico helenístico en un anticuario y lo depositó en los almacenes de los museos Vaticanos. Cuatro décadas más tarde, llega a su palazzo en Roma un emisario de la Santa Sede para avisarle de una inminente deportación y ofrecerle a él y a su familia el refugio papal. El erudito vienés no piensa en escapar de la guardia nazi sino en rememorar su pasado, pero él no es Sherezade y acabará arrestado y asesinado en Auschwitz, como tantos miles de judíos romanos.

La novela es también un greco velado, un mármol que se alarga en el tiempo, la agonía en movimiento, basculando entre la autoconciencia y la muerte, ¡Qué audacia narrativa, la de Von Trotha!