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A sangre fría en versión femenina

Los libros sobre crímenes cometidos por mujeres viven un singular despertar editorial en ensayos que abordan la figura de asesinas calculadoras y alejadas del estereotipo pasional

Desde que Eva mordió la manzana, o eso dicen, las mujeres han sido retratadas aquí y allá como chifladas, manipuladoras, malévolas y propiciadoras de todo tipo de apocalipsis. En especial, en la ficción —las femme fatales que arrastran al hombre a la perdición—, donde el perfil sigue en alza, pese a los cada vez más serios y didácticos intentos por educar al espectador en lo contrario, como ocurre en Dead To Me. En esta serie de Liz Feldman para Netflix sobre dos amigas, asesinas no necesariamente por accidente, se alecciona sabiamente sobre las trampas del lenguaje y la facilidad con la que a una mujer se le da por loca.

El tema de mujeres asesinas ha crecido en la industria editorial.A sangre fría en versión femenina

En su iluminador y a la vez tenebroso Damas asesinas (Impedimenta), un recorrido histórico por la figura de la asesina en serie real, Telfer asegura que se produce una especie de “amnesia colectiva” cuando se trata de recordar episodios de violencia femenina. Solo así se explica, por ejemplo, apunta en el prólogo del volumen, que “cuando Aileen Wuornos fue acusada de siete asesinatos violentos en 1992, la prensa la coronó como ‘la primera asesina en serie de Estados Unidos’, título que conservaría durante mucho tiempo”.

Evidentemente, Wuornos —que asesinó a siete hombres en la carretera— no fue ni de lejos la primera asesina en serie de EE UU. Lo que ocurre con ellas, dice Telfer, es que, una vez han sido incluso “apresadas y castigadas, la mayoría acaba desdibujándose y desapareciendo entre las brumas de la historia, cosa que no sucede cuando el asesino es un hombre”. Pensemos por ejemplo en Nannie Doss, la solterona que se dedicaba a enviar cartas la mar de elocuentes a los futuros maridos que luego asesinaba a sangre fría.

Hablaba por los codos, era una mujer encantadora, y preparaba unos pasteles deliciosos, que a veces eran armas mortales. Se le detuvo por primera vez en 1950. Había matado al menos a cinco personas. Se la apodó La Abuelita Risueña porque, como dice Telfer, el submundo de las asesinas, es también, sexista. “A día de hoy recordamos a Erzsébet Báthory como una vampira sexy que solía bañarse en sangre de vírgenes”, dice. Las vírgenes eran, supuestamente, las sirvientas a las que asesinaba. Y si ella era sexy es porque era guapa. ¿Si no era guapa? “Se le ponía un apodo ridículo, como La Beldad del Infierno o Annie Arsénico”, dice Telfer.

Alia Trabucco Zerán, finalista del Man Booker Internacional, descubrió que ocurría otra cosa cuando explicaba que estaba trabajando en un libro sobre los crímenes cometidos por cuatro mujeres chilenas (Corina Rojas, Rosa Faúndez, María Carolina Geel y María Teresa Alfaro), el recién publicado Las homicidas (Lumen). Decía la palabra asesinas pero ellos entendían asesinadas. Por eso a todos les parecía bien, más que bien, les parecía necesario que alguien encarase un tema “tan urgente, tan terrible, tan común en América Latina”. “Para todos ellos era más fácil imaginar a una mujer muerta que a una mujer que mata. Mujeres y asesinas eran verdaderos antónimos, palabras que juntas resultan inaudibles, inimaginables. Las invisibles leyes del género operan de manera soterrada”, afirma Trabucco.

Otra cosa que no tardó en descubrir la escritora —confinada estos días en Londres— es de qué manera la condición de loca podía enturbiar hasta el último de los crímenes investigados. Permitir que no se lo tomase en serio. “En mi investigación descubrí que a los pocos días de perpetrado un crimen ya había un relato que describía a la asesina como loca de amor, histérica, malévola, diabólica o masculina, sin importar mucho las circunstancias. El relato parecía anterior al crimen, escrito en la mitología popular, en la literatura, en el cine, en figuras como la femme fatale o Medea, listo para activarse ante cualquier caso de homicidio.



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