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1922, el año de la revolución cultural

Firmados por James Joyce, T. S. Eliot, Ludwig Wittgenstein o Virginia Woolf, algunos de los libros que cambiaron el rumbo de la novela, la poesía y la filosofía modernas se publicaron hace exactamente un siglo

“¿Quién pregunta, por ejemplo, si la Crítica de la razón pura fue escrita en el año mil setecientos tantos o en el mil setecientos cuántos?”.

Ludwig Wittgenstein, James Joyce, Virginia Woolf y T. S. Eliot.Fernando Vicente.1922, el año de la revolución cultural

Listo para su publicación desde 1918, el Tractatus vería la luz en el otoño de 1921 como parte de la revista Anales de filosofía de la naturaleza. Llevaba el título en alemán y un prólogo del propio Russell en el que lo calificaba de “acontecimiento” que “ningún filósofo serio” podría “permitirse descuidar” desde entonces. El pensador británico era uno de los intelectuales más famosos de Europa y había aprovechado su fama para conseguir que el texto de su amigo viera la luz. Para entonces su autor había decidido abandonar toda carrera académica para trabajar como jardinero en un convento cercano a Viena. Aunque su mentor en Cambridge había hecho caso a sus desabridas instrucciones —”renuncio a hacer más gestiones para su publicación (…) puedes hacer con él lo que quieras”—, Wittgenstein no dudó en tachar la edición de “pirata” y al editor de “archicharlatán”. No obstante, asumió la versión bilingüe publicada en Londres en 1922 y ya con el título en latín de ecos spinozianos propuesto por otro eminente colega: George E. Moore. Lo hizo, poniendo pegas a la traducción, desde su nuevo puesto de maestro infantil en la aldea de Trattenbach, no lejos de la frontera húngara. Allí empezó a redactar un Vocabulario para escuelas primarias que sería su único libro publicado en vida junto al Tractatus, que ese mismo curso fue objeto de un seminario en la Universidad de Viena y en cinco años estaba traducido al chino.

Los avatares editoriales de la ópera prima de Wittgenstein demuestran el azar de los números redondos. Puede que en el futuro nadie se pregunte si se publicó en esta o aquella década del siglo XX, pero lo cierto es que su aparición en forma de libro convirtió 1922 en el annus mirabilis de la cultura occidental. Ese año vieron también la luz sendas obras que revolucionaron la novela y la poesía: Ulises, de James Joyce, y La tierra baldía, de T. S. Eliot. ¿Qué tienen en común? Que todas cristalizan tras la Primera Guerra Mundial, nacen de crisis personales, expresan la desintegración del plácido “mundo de ayer” y escenifican que la guerra seguía, por otros medios, en un particular campo de batalla: el lenguaje.

“Las gentes volvían mudas del campo de batalla”, escribió Walter Benjamin. “No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable”. Los mejores augurios económicos, físicos, morales y políticos habían saltado por los aires a manos de la inflación, el hambre, la tiranía y la guerra de trincheras. “Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes habían cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas, de explosiones y corrientes destructoras, estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano”. Lo sucedido entre 1914 y 1918 había trasladado a toda la actividad intelectual la impotencia expresada una década antes por Hugo von Hofmannsthal en su famosa Carta de Lord Chandos: “Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa”. Una atmósfera parecida fue la que, en el mismo año 22, dio lugar en lengua española a un libro tan radical como Trilce, de César Vallejo. Mientras tanto, al otro lado del espectro estético, el premio Nobel recaía en Jacinto Benavente “por la feliz manera en que ha continuado las tradiciones ilustres del drama español”.

Ludwig Wittgenstein, que redactó el esquema de su Tractatus como voluntario en el frente polaco, sostenía que solo entendería su libro quien hubiera pensado alguna vez por su cuenta los mismos o parecidos pensamientos que en él se expresan. A saber, que lo que puede ser dicho puede decirse con claridad y de lo que no se puede hablar hay que callar. Si Kant había tratado de mostrar los límites de la capacidad humana de conocer, él había intentado enunciar con claridad qué cosas pueden decirse con sentido. Convencido de la relación entre la estructura de la realidad y la estructura del lenguaje, consideraba que el análisis riguroso de este reduciría la filosofía a crítica lingüística. El resto —ética, estética, psicología, religión— caería del lado de la especulación, la intuición, el pseudosaber. Lo inexpresable, por supuesto, existe, pero no se expresa: se muestra. “Es lo místico”, escribe.

Wittgenstein estaba tan seguro de la trascendencia de su obra como James Joyce de la suya. De la trascendencia y de la exigencia. Es famosa la boutade del irlandés de que la había escrito para tener entretenidos a los especialistas durante 300 años. Para ello, tomó la más clásica de las historias clásicas —la Odisea— y la sometió a un ejercicio de sublimación, parodia, desmontaje y condensación. Los 10 años de vuelta a casa del héroe homérico vagando de isla en isla quedaron en Ulises reducidos a un solo día (el 16 de junio de 1904) y a una sola ciudad (Dublín).

Mediante diálogos, monólogos, narraciones al estilo tradicional, chistes, citas yuxtapuestas, eslóganes publicitarios, meditaciones profundas y descripciones rijosas, la novela narra las peripecias y pensamientos de Stephen Dedalus, Leopold Bloom y Marion (Molly) Bloom, esposa del último. Por si quedaba alguna duda de que los tres protagonistas eran su particular versión de Telémaco, Ulises y Penélope, Joyce envió a dos amigos sendos esquemas con las equivalencias entre su obra y la de Homero: los títulos implícitos de los episodios, las horas en las que tienen lugar, las técnicas literarias empleadas en cada uno, así como su relación con partes del cuerpo humano, artes, ciencias y símbolos. Así, la isla de Calipso sería la casa de los Bloom; la isla de Circe, un burdel; el estrecho de Escila y Caribdis, la Biblioteca Nacional, o el país de los Cíclopes, una taberna.

No es casualidad que otro gran iconoclasta, el padre del arte contemporáneo, Marcel Duchamp, trabajara entre 1915 y 1923 en una obra interpretada en ocasiones como una particular versión de la resistencia de Penélope: La novia desnudada por los pretendientes (El gran vidrio). Si las artes plásticas empezaban a prescindir del lienzo y el mármol para incorporar materiales tan efímeros y frágiles como el ser humano, la literatura acusaba la crisis del realismo tradicional. El mundo había saltado en pedazos y nadie podría cantar ya —ni ingenuamente ni con una sola voz— las bondades de su armonía. El primer sospechoso en toda novela de misterio empezaba a ser la lengua en la que estaba escrita. ¿No es una gran metáfora que la obra de Duchamp -un cristal de casi tres metros- se partiera por la mitad durante un traslado?

Cuando Virginia Woolf publicó la clásica Noche y día (1919) después de buscar con la audaz Fin de viaje (1915) “un tumulto vital tan variado y desordenado como fuera posible”, Katherine Mansfield lanzó un juicio cortante: “Pensábamos que este mundo había desaparecido para siempre, que era imposible encontrarlo en el gran océano de la literatura, un barco inconsciente de lo que había pasado.  Sin embargo, aquí tenemos Noche y día, fresca, nueva, exquisita, una novela dentro de la tradición inglesa. En medio de nuestra admiración, hace que nos sintamos antiguos y nos deja fríos: ¡nunca hubiéramos pensado que volveríamos a mirarlo!”. Woolf publicó El cuarto de Jacob en el icónico 1922 y ya no dejaría de enlazar cumbres de la literatura moderna como La señora Dalloway, Al faro, Orlando o Las olas hasta borrar los límites entre acción, lirismo y pensamiento sin pasar estrictamente por los géneros que los acogían tradicionalmente: la novela, la poesía y el ensayo.



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