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¿Y ahora qué hacemos con los caudillos?

La revista The Economist que circula esta semana incluye una larga pieza en la que alerta sobre el fenómeno populista que recorre el continente y el desencanto de los votantes con la democracia; pone en una misma bolsa a Nicolás Maduro de Venezuela, Daniel Ortega de Nicaragua, Evo Morales de Bolivia, Cristina Fernández de Argentina, Jair Bolsonaro de Brasil y Andrés Manuel López Obrador de México. América Latina, afirma, tiene una debilidad no superada por sus caudillos.

Desde luego, el semanario inglés no comete la ingenuidad de creer que todos y cada uno de ellos son lo mismo. En algunos sentidos son incluso antagónicos. Unos encabezarían Gobiernos de izquierda, otros de derecha, y más de uno resultaría inclasificable. Pero todos ellos tienen en común que se alimentan del hartazgo de los ciudadanos, en particular los menos favorecidos, ante la corrupción galopante, la inseguridad, la debilidad del Estado frente a sus élites, el desprestigio de la clase política y los partidos tradicionales.

¿Y ahora qué hacemos con los caudillos?

La publicación lamenta que el ascenso de estos caudillos sofoca la oleada democratizadora surgida a partir de la década de los noventa, tras el fracaso de las dictaduras militares (o blandas, añadiríamos los mexicanos) frente a las exigencias de la globalización y la modernización de las estructuras productivas. Durante los últimos 40 años, con variantes por país, los latinoamericanos se volcaron a las urnas para poner fin a la violencia en los procesos políticos y en la elección de sus gobernantes. 

Poco a poco emergió un entramado de instituciones para favorecer los contrapesos, la rendición de cuentas y la competencia electoral efectiva. Hoy, señala, The Economist, ese proceso está en peligro o en pleno retroceso por el ascenso de dirigentes populistas que buscan restablecer el poder presidencial y someter a las instituciones al voluntarismo del caudillo.

Hasta aquí el diagnóstico es impecable. Pero las notas a pie de página resultan imprescindibles. Para empezar porque se trata en realidad de un fenómeno mundial. Lo que Donald Trump está haciendo en contra de las instituciones democráticas, avalado por su partido y sus electores, es justamente lo que se ha descrito líneas atrás. Y se queda pálido frente a lo que Putin viene haciendo desde hace lustros, Berlusconi intentó en Italia y está sucediendo en buena parte de los países del este de Europa, Turquía y sudeste asiático.

El cóctel de una globalización salvaje y una democratización —a modo— con las exigencias del mercado ha dejado muchos cadáveres económicos y sociales. Desde los cinturones industriales en Ohio y Pensilvania hasta los artesanos italianos y los campesinos mexicanos o bolivianos.

En América Latina, descubrimos esa democracia neoliberal sin haber resuelto la extrema desigualdad nacida de una cosificación histórica de privilegios diferenciados. Si bien es cierto que surgieron nuevas clases medias que aprovecharon la apertura para expandirse, fueron las élites las que estuvieron en mejores condiciones de utilizar a su favor el nuevo orden. 

Lejos de desaparecer la corrupción se acentuó, la privatización asumió una cara salvaje y el Estado se desentendió en buena medida de su tradicional papel de moderador de la desigualdad. Las políticas públicas se orientaron a las regiones y a los sectores punta y terminaron por desdeñar a los segmentos más pobres y a los sectores tradicionales, convertidos en un lastre. 

De alguna forma se asumió que al concentrarse en la locomotora y hacerla más potente terminaría por sacarse a los últimos vagones del atraso, pero nunca se construyeron las vías para conseguirlo. Son vagones que vienen dando tumbos y han terminado por detener la marcha.

Hoy descubrimos que lo que dejó atrás esta democracia globalizada no fueron residuos en proceso de desaparecer sino mayorías que están ejerciendo su derecho de voto para externar su descontento. Una salida populista es explicable pero entraña riesgos. Es una reacción pendular que matizará algunos excesos neoliberales pero no es una solución. 

Deja a las comunidades inermes frente a la voluntad de un caudillo (y aquí cada quien le pone rostro; yo, el de Bolsonaro en primer término).

Pero clamar por la restitución del orden democrático sin entender las enormes carencias que el proceso dejó en el camino significaría repetir el error. Se habla de estos caudillos como una especie de anomalía maligna surgida de nuestros peores atavismos. 

En realidad, son consecuencia del desdén frente a los desprotegidos y el egoísta acomodo de sectores medios, altos e ilustrados que asumían sus libertades como un nuevo derecho universal sin considerar que se alimentaba de la victimización de los abandonados. No habrá salida a estos nuevos populismos si no revisamos nuestra responsabilidad e inventamos una democracia capaz de hacerse responsable de todos, particularmente de los ciudadanos que le han dado la espalda, con toda razón.