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¡Viva la anarquía!

El sistema democrático, definitivamente, no es lo nuestro. Lo vemos claramente a través del pulso que miden las redes sociales, y su expresión grandilocuente en los medios y las instituciones. Funciona muy bien en el discurso y en la retórica, pero es anulado constantemente con nuestros dichos y actos. 

En la última semana se han dado ejemplos claros en el tipo de debate que se suscitó sobre la remoción de fiscal electoral y la acción del gobierno español contra la autoridad secesionista catalana. En ambos casos no es el estado de Derecho lo que es supremo, sino que los resultados se acomoden a nuestras creencias. 

¡Viva la anarquía!

Sin leyes no hay normas; sin normas hay desorden y domina la ley del más fuerte. Paradójicamente, de esta confusión se fortalecen los regímenes autoritarios que se quieren anular. En estas nos encontramos: pensamos que caminamos hacia adelante y realmente vamos para atrás. Retrocedemos a un estado primario. Veamos:

1.- Santiago Nieto, el fiscal electoral, fue removido por violar la ley al hablar sobre una investigación en curso que daña el debido proceso. Políticos de oposición reconocieron que estaba bien que violara la ley porque la información era de interés público, que tuvo eco en las redes sociales donde defendieron su derecho a expresarse. El tratamiento fue el que podría tener un ciudadano cualquiera, que no lo era Nieto. Difundir detalles de una investigación no fortalecían el proceso; lo anulaban. Quien lo defendió avaló la impunidad de sus investigados, pero reclamaba lo contrario.

2.- Carles Puigdemont, el presidente del gobierno catalan, llevó a cabo un referéndum sobre la independencia de Cataluña. Como rompía el acuerdo constitucional, los tribunales españoles dijeron que esa consulta era ilegal. Puigdemont desafió a los tribunales y tras obtener el apoyo de tres de cada 10 catalanes, proclamó la independencia y desató una crisis política. Violar la ley no era importante. Las redes sociales mexicanas se ubicaron mayoritariamente por la secesión de Cataluña, calificando de retrógradas y autoritarios a quienes decidieron respaldar el precepto legal, acusando de ilegal una acción que se ajustaba a la ley.

En ambos casos, el poder actuó con fuerza, aunque no en los mejores términos que pudo haberlo hecho. A Nieto lo sancionaron por un delito que había cometido reiteradamente durante año y medio, lo que alimentó la percepción de que no fue la ley, sino un ajuste de cuentas con un fiscal que consideraban en el gobierno que se inclinaba a la izquierda. 

En España, el presidente Mariano Rajoy, al fracasar en las negociaciones para impedir un referéndum ilegal, suplió la política con la fuerza, reprimiendo a miles de inconformes. 

La aplicación de la ley fue desvirtuada por la torpeza política de las acciones de gobierno, pero este no fue un matiz considerado por políticos o mexicanos en las redes sociales. La alternativa a que si las leyes están mal hay que cambiarlas, fue superada por el porqué molestarse en cambiarlas si es más fácil ignorarlas. Las leyes no existen cuando no se ajustan a lo que pensamos y creemos. Lo que predomina es la ideologizaciones y las posiciones cómodas y frívolas, ante la pereza de quien quien piensa diferente. ¿Debería sorprendernos? En absoluto.

Las claves se encuentran en el último estudio de Latinobarómetro, la organización sin fines de lucro con sede en Chile, en cuyo último informe señala que en todo América Latina se acentuó el declive de la democracia durate 2017, con una baja sistemática en el apoyo y satisfacción de ese sistema. La mayor pérdida lo registró en México, que perdió 10 puntos porcentuales entre 2016 y 2017, donde sólo 3.8 de cada 10 mexicanos creen en la democracia, y 1.8 de cada 10 está satisfecho con ella. 

Los datos sobre los mexicanos se encuentran entre los de mayor pesimismo. El 90% piensa que México está gobernador por unos cuantos grupos que sólo ven por su beneficio. 

¿Qué nos están diciendo las mediciones y las reacciones? Que lo nuestro no es la democracia, que tuvo su repunte de apoyo en los tiempos que era moda. El estudio de Latinobarómetro lo prueba. En 2005, en pleno choque entre el gobierno de Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador, jefe de gobierno de la Ciudad de México, el 59% de los mexicanos respaldaban el sistema democrático. 

Para 2017, el respaldo sólo lo daba el 38%, con una dramática pérdida de 10 puntos en sólo un año. Junto con esa pérdida se encuentran también la caída en nuestros valores. Buenos los mexicanos de dientes para afuera, afirman que la corrupción es el tercer problema más grande del país, pero cuando se les pregunta si sienten obligación de denunciar un caso de corrupción cuando son testigos, el 88% dice que no es su problema.

Somos autoritarios y no tenemos interés alguno de construir un nuevo sistema de organización social. Efecto colateral es nuestra intolerancia a quien piensa distintos a nosotros, cargada cada vez, fenómeno las redes sociales, de rencores odios. La nuestra es una sociedad que puja por la anomia, sin darse cuenta que se está suicidando. Esto es lo más grave, la regresión por ignorancia, arrastrados por nuestra inteligencia emocional, que desplaza a la razón. 

En vísperas de un proceso electoral como el que viene en 2018, no habría de qué sorprenderse si, como perfilan ahora, los contendientes son dos proyectos de nación encabezados por culturas autoritarias. Tendremos entonces, el gobierno que nos merecemos, aunque digamos lo contrario. 

Felicidades. Vamos firmes, pero para atrás. 

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