Editoriales > ARTÍCULO DE FONDO

Trump el reformador

En lenguaje llano, los viejos racismos y clasismos salieron a flote como mecanismos de defensa ante un mundo cambiante y una pérdida de competitividad

Donald J. Trump, el presidente más caricaturizado y vilipendiado en sus primeros seis meses en el cargo, algo que se ha ganado a pulso, podría terminar siendo el que más transforme al anquilosado sistema político y partidista de su país.

Históricamente, Estados Unidos ha apostado por el bipartidismo. Salvo algunas excepciones, las candidaturas independientes y los "terceros partidos" no han logrado trascender.

Trump el reformador

El problema de un sistema bipartidista es que, tarde o temprano, se topa con la incapacidad de uno, o ambos partidos para representar adecuadamente a sus clientelas, que con el paso del tiempo se van volviendo más complejas, más diversificadas y por ende más exigentes y, con frecuencia, contradictorios entre sí. 

Las democracias desarrolladas han enfrentado este reto de maneras por demás distintas. 

Estados Unidos, en cambio, reaccionó ante las transformaciones sísmicas de su sociedad y su diversidad con los reflejos de un hipopótamo borracho. Después de los escándalos de Vietnam, Watergate, Kent State y demás, el Partido Demócrata se corrió ligeramente a la izquierda, con resultados desastrosos. 

Los republicanos, un poco más ágiles, salieron a pescar a los votantes que los demócratas abandonaron: clase medieros medios y altos del sur. Esos, los Reagan Democrats, constituyeron la nueva base electoral del Partido Republicano, que les otorgó doce años consecutivos en la Casa Blanca.

Pero en este reacomodo nadie se ocupó de un sector que ha resultado determinante de unos años para acá: la clase media baja que se siente marginada de los booms cíclicos, cada vez más alejada del sueño americano, cada vez más amenazada por las deudas, la pobreza, el descenso paulatino en la implacable escalera, o resbaladilla, social estadounidense.

El movimiento del Tea Party tuvo relativo éxito en el sentido de que logró que los republicanos se corrieran a la derecha, pero no alcanzó para captar, o coptar, a esa extrema derecha que vive en la nostalgia no solo de los tiempos pasados de prosperidad, sino de las épocas en que ni mujeres, ni homosexuales, ni ateos ni mucho menos minorías étnicas amenazaban su status. 

En lenguaje llano, los viejos racismos y clasismos salieron a flote como mecanismos de defensa ante un mundo cambiante y una pérdida de competitividad. 

Son esos los que votaron abrumadoramente por Trump, los que se encontraron en él, en su discurso simplista, nativista, xenófobo. 

Y esos, que representan un porcentaje no despreciable (pero tampoco mayoritario) de los votantes estadounidenses, son los que están hoy desgarrando al establishment republicano que ve con terror como por un lado se adueñan no sólo de la agenda, sino de escaños en el Congreso y hasta de la Casa Blanca, pero que al mismo tiempo reconocen que sin ellos su partido no puede ganar elecciones. 

Los trumpistas son el veneno y el oxígeno del que hasta hace poco era el más sólido y serio de los partidos.

Trump gobierna ya para ellos y solo hace pequeñas concesiones, simbólicas, al partido que lo llevó al poder. Pero ha estirado tanto la liga que cada vez más representantes de la vieja guardia del Grand Old Party se sienten ajenos, asqueados por esta turba nativista y cargada de odios. 

Y podría ser que sea esta oleada la gota que derrama el vaso, que haga que los republicanos de cepa busquen recuperar "su" partido y expulsen a los extremistas, los dejen a su suerte para crear su propio movimiento.

Eso no sólo sería lo mejor que le pudiera suceder al sistema estadounidense, pues los marginaría. Sería también, involuntaria y paradójicamente, la gran aportación de Donald Trump a su patria. 

Analista político y comunicador

Twitter: @gabrielguerrac

Facebook: Gabriel Guerra Castellanose