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Propaganda y tragedia

El nazismo tuvo también sus mañaneras. No las presidía Hitler –había que resguardar la investidura para los momentos de apoteosis–, sino su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, un genio en esos menesteres.

En su primera mañanera, el 16 de marzo de 1933, definió la fuerza de la propaganda con la que el nazismo había seducido al Volk (“el pueblo”) y gobernaría hasta su caída: “La propaganda es en esencia simplicidad, fuerza, concentración. La objetividad es un mito. La objetividad no existe (…) Sólo el poder puede resolver los asuntos de la verdad y de la falsedad, y ahora el poder está concentrado en el Estado nazi”.

Propaganda y tragedia

La propaganda, como lo mostró Goebbels, es un discurso de poder, no de verdad. Es también, y por lo mismo, antidemocrática. Su fuerza no radica tanto en el discurso, sino en la capacidad de amplificarlo. Quien concentra sobre sí los instrumentos para hacerlo –prensa, radio, televisión y ahora las redes sociales– decide sobre lo verdadero y lo falso; decide también sobre lo que es importante y no. La propaganda es un asunto tecnológico, pero también, y por lo mismo, un asunto que al desproporcionar la palabra la pervierte y la vuelve monstruosa.

La palabra, lo más propio del hombre, es en su naturaleza proporcional. Algo que emana de la boca de alguien y llega al oído de otro, que a su vez pronuncia la suya. Contra el discurso unívoco del maestro sobre el alumno, Sócrates y Platón crearon el diálogo. Sólo a través de él se llega a la verdad. En esa proporcionalidad la mayor cantidad de información verificable está a la mano y puede esgrimirse alimentando el diálogo en su camino a la verdad.

Cuando la palabra se desencarna mediante su amplificación y difusión se disuelve en mensajes propagandísticos, en signos gráficos, fónicos y ondas eléctricas cargados cada vez más de información no verificable que adquieren el poder de la omnipresencia. Ante ello, no sólo la posibilidad de réplica se vuelve casi imposible, su constante omnipresencia impone contenidos y criterios. Goebbels lo sabía antes de que el uso indiscriminado de la publicidad lo demostrara: “Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”. 

La propaganda, que es inseparable de sus instrumentos tecnológicos, oculta la realidad y crea otra; la malversa y la manipula; genera también adhesiones ciegas y acríticas. Bajo su influjo, Goebbels logró que, aun con el Reich en llamas y la Whermacht retrocediendo, gran parte del pueblo alemán continuara creyendo en la posibilidad de la victoria. Logró también ocultar los campos de la muerte y culpar a los judíos de la ruina de Alemania. Transformada en publicidad hace que el agua embotellada se vuelva pura y angélica, que la Coca-Cola sea “la chispa de la vida” y el precepto de Solón de Atenas –“Nada con exceso, todo con medida”– un asunto de bebidas alcohólicas.

Después de Goebbels los políticos y los partidos la han utilizado. No todos con éxito –allí están Calderón y Peña Nieto–. Lograrlo requiere, como en Goebbels, una fuerte dosis de perversidad y genio. Trump la tiene, aunque la realidad ha comenzado a rebasarlo. La tiene López Obrador, que hasta ahora ha logrado imponerse a ella, como