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Para sentirnos en casa

¿Pues qué no ve el progreso? Me podrá decir cualquier defensor de la modernidad, de la vida práctica, de la dinámica globalizante del Siglo XXI. Seguramente me podrá decir retardatario, ciego, impráctico. Alguna alusión a mi pobre madre –que seguramente es recordada con frecuencia, junto con todos mis muertos, cuando, en estas páginas, atento contra la modernidad-.  

No lo dudo, pero insisto: hemos relegado nuestra identidad, la hemos cedido al mare mágnum que nos inunda con un sistema de vida desechable y de mala calidad. Somos una Malinche moderna que ha establecido los mecanismos para que el conquistador tenga vía libre para sustituir nuestras costumbres por otras más rentables, que se pueden producir en serie en fábricas de Taiwán, Indonesia o China comunista –ya no tanto-. Esas que reflejan utilidades adecuadas en la hoja del balance. 

Para sentirnos en casa

Porque me perdonarán los abanderados del pragmatismo, pero una cosa es tecnología y progreso, y otra muy distinta sacrificar el sentido del gusto, el de la estética, y toda nuestra percepción generada por la pertenencia a estas tierras.

Sí. Me dirán que no hay nada como el Mall, porque además de que tiene aire acondicionado –hasta misas celebran allí dentro, en algunos lugares de la República-, da una conveniencia esplendorosa, pues funciona igual de centro mercantil –tiendas variadas con atractivos nombres en inglés-, que de santuario a las salchichas capeadas, el helado del futuro, las maquinitas estruendosas y los expendios automatizados de café y bebidas refrescantes. 

La verdad, es que nosotros lo hemos permitido. Aunque no me guste. El brillo de los espejuelos nos ha obnubilado, y hemos entregado a precios irrisorios, una buena parte de nuestro tesoro cultural. Lo hemos cedido al poder económico, a la imposición avasalladora que proviene de lugares como Arkansas, Nueva York, Houston o Los Ángeles. Luces de neón, practicalidad, amas de casa con menos faenas domésticas, verá.

No estoy de acuerdo, lo siento. Aunque las causas del fenómeno no son privativas de nuestra ligereza. También tienen que ver con políticas públicas equivocadas, con nuestra integración chicana, producida por la llegada masiva de nuestra gente a la tierra de lo desechable -empujada por un país de escasas oportunidades-, al brillo de los colores, las variedades; la penetración sostenida por el poder financiero de las empresas que globalizan sus mercados en un intento por estandarizar seres de carne y hueso, homologar su paladar, su sentido del humor, su percepción estética, con el único fin de abatir costos.

Una vida normal de un mexicano de hace cuarenta años, tiene poco que ver con la que desarrollamos los modernos habitantes de Mesoamérica. Antes, se llevaba a los niños a los parques, se conversaba en las tardes de café, había revistas musicales y la familia convivía, al final del día, reunida en el porche de su domicilio. 

Ahora los niños se divierten en los juegos de McDonald’s, los jóvenes acuden a antros de música electrónica, vaya, de DJ y todos, al final, llegan a sus casas para ver series dobladas al español, ESPN, Reality Shows o cualquier otra copia cariñosamente importada por las televisoras de la nación.

Tacos, sopes, panuchos y tortas, se han sustituido por hamburguesas, pollo frito, una película dónde el gringo mata a mil mafiosos latinos y una deliciosa pizza a domicilio, con queso sintético y media hora de garantía. Bebemos coca-cola –los refrescos regionales están prácticamente extintos-, y abrimos cajas de alimento instantáneo por aquí, por allá, dos minutos al horno de microondas, y listo.

Así es que, dígame lo que quiera, pero no olvide ese pórtico labrado, esa espadaña neoclásica, esos capiteles y pilastras jónicos o dóricos, que albergaron a nuestros muertos, que acogieron a nuestros abuelos, que significan el esfuerzo aún perenne de talentos mayormente mexicanos, y que no combinan, por más que insista un güerito que calcula utilidades, con lo poco que nos queda para sentirnos en casa.

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Facebook: Alfonso Villalva P.