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No, pus si...

La formalidad de las cartas, por la cercanía y sentido práctico de los mensajes concretos del correo electrónico y del WhatsApp

Fue hace pocos días. La respuesta de esa mujer a la salida de la terminal del aeropuerto fue contundente en formas, en expresión corporal, en vigor, y particularmente en tono de voz: “No, pus si”, espetó ella a su interlocutor que, a juzgar por la cara que puso, acusó recibo del mensaje cifrado en esas tres singulares y contradictorias palabras. La escena fue reveladora para alguien como yo que por mera casualidad y por transitar por allí, fui testigo de los hechos.

Con precisión, no podría decir cuál fue el momento exacto en el que comenzamos a deformar las formas de comunicarnos. Quizá desde siempre, desde toda la vida, pero ahora con mayor velocidad, de manera acaso más evidente. Una cuestión paulatina en la que solamente reparamos cuando la transformación era ya un hecho. 

No, pus si...

Quizá fue la influencia de las televisoras o las series americanas -o americanizantes-, la migración o marginación; quizá nuestro propio aburrimiento. Quizá, y sólo quizá, fue la necesidad de ser más prácticos, más ágiles, más dinámicos. Quizá fue el imperativo de abreviar en los chat rooms que ahora se antojan de historia antigua, o en la modernidad vertiginosa de las redes sociales…

Cambiamos el buenas tardes cómo le va, por un simple Hola; el agradable por el chido; el no te creo por el no manches, el te aseguro por el te prometo. La formalidad de las cartas, por la cercanía y sentido práctico de los mensajes concretos del correo electrónico y del WhatsApp. Transformamos el discurso retórico en la política, por un planteamiento desguanzado que mezcla expresiones campiranas con caló de gran ciudad -que se luce abusando del ya mundialmente conocido “güey”, y que según se puede leer en transcripciones, la gente lo escribe, además, como “wey”.

Todo eso lo cambiamos para ser más modernos, más cercanos al prototipo neoliberal que no pierde el tiempo en alegorías, ni en adornos barrocos a la hora de hablar, mucho menos de escribir. Nos simplificamos la vida al evitar formatos y formulismos que ahora incluyen a cualquiera sin excepción.

Llegamos al punto en el que las emociones febriles o apasionadas se comunican con una especie de carita amarilla o multicolor que solamente es inteligible para los azarosos usuarios de los teléfonos modernos, pues a pesar de lo que usted imaginaría, no existe un glosario disponible -ni siquiera online-, pero pueden encerrar, esos alegóricos símbolos, desde el acto mismo de orar y pedir a Dios, besos salivosos más higiénicos que los de la vida real, hasta una pedestre e inequívoca mentada de madre.

Crípticos y desparpajados, llegando al atentado mismo a la lengua de Cervantes en los extremos del “ola k ase”, simplificando y estandarizando los mensajes para unirnos en las filas del paladar universalizado con hamburguesas sintéticas, pizzas instantáneas; con los ropajes idénticos que crean una especie de uniforme en jóvenes y adultos, con una forma homogénea de entregar nuestro corazoncito dulzón y cursi a través de la elocuencia de un emoticón.

Francamente, podría parecer un alivio, en general, el que ahora seamos más directos y abiertos, el que ahora sustituyamos muchos usted, por innumerables tú. Nos sentimos más mortales y sobre todo, más cómodos para expresar nuestras ideas.

No obstante la simplificación de estos signos que buscan afanosamente ser universales, existen áreas idiosincráticas que no se tocan por más caritas amarillas disponibles en el teclado: los españoles siguen diciendo “vamos a mirar a ver”, en Yucatán “se busca pero no se busca”, en el bajío se habla de “un par de dos”, y en todo México el territorio es de los “no, pus si”, los “no, pus no”.

Sospecho que hay mensajes cifrados que tienen por vocación verificar la verdadera pertenencia de los individuos a un sitio u otro del planeta. Aún insertos entre los mensajes crípticos de la modernidad, esos “no, pus no” solamente son comprensibles para quien es auténticamente oriundo del sitio, quien tiene patente tatuada por el gentilicio que le distingue. Quizá para eso existen. No, pues si, haga la sorda…