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Máximos históricos

No es que las esculturales curvas de las chicas del clima sean un factor determinante, pero estoy seguro que usted, querido lector, no ha podido dejar pasar desapercibido el hecho singular del manejo de vocablos de gran acuñación artística que las caracterizan.

En efecto, de ellas cualquier mortal puede aprender lo que es un vórtice, la diferencia entre una tormenta tropical y un fenómeno meteorológico de baja presión y las características científicas que me sirven a mí, a usted, a calcular con absoluta seriedad, ceño fruncido y look de hipster o intelectual retro, si un huracán es de nivel uno o dos.

Máximos históricos

Los vocablos le dan un toque de seriedad, vaya, de solvencia técnica, al negocio de presentarse dosificada por sus productores que le explotan y le exhiben con poca ropa en la pantalla del televisor en cualquier latitud y longitud del planeta, y arrojar datos de temperaturas máximas y mínimas en ciudades y pueblos insospechados, así como en las grandes capitales de cualquier hemisferio con un enfoque cordial que invita a hacer negocios allí o al menos tirarse una vacación, sobre todo cuando la chica del clima anuncia temperaturas constantes entre los veinticinco y los treinta grados Celsius, y usted está que blasfema del frío por una granizada, una nevada, o una tanda interminable de chipi chipi, o moja bobos, como le llaman en otros sitios.

Y allí es precisamente donde el efecto seductor de las faldas mini, los tacones de muchas pulgadas y los escotes abismales, permiten generar una especie de amortiguamiento a la feroz acción que articulan con sus fauces de carmín y dentadura increíblemente blanca.

Sí, lector mío, todo está meticulosamente planeado y calculado para el zarpazo letal que descarga inclemente una vez que usted y yo aflojamos un poco merced a la amabilidad que dispensa la figura de la chica del clima y su sonrisa irresistible.

-Hemos rebasado los máximos históricos-, dice ella con una seriedad absolutamente profesional, en tratándose de la precipitación pluvial en Riga o Bath, las nevadas en Washington, DC o en Chicago, el blizzard en Montreal, así como el horno en que se convierte Madrid en los veranos, Buenos Aires o Mérida, Yucatán, o Bora Bora, que da igual.

Sí, mi señor -podría decir con desparpajo la chica del clima-, verá usted, los máximos históricos rebasados son conceptos que ya se llevan en el alma en esta era de la post modernidad. Un efecto al que estamos inexorablemente condenados y del que lo único que queda por hacer es imponerse de su omnipresencia en la aldea global.

Y es inevitable -diría quizá la chica del clima-, porque no hay humanidad que aguante, que tenga la elección libre y soberana, de vivir sin nylon en la ropa, sin envases de pet en el frigorífico, sin motores a gasolina estáticos en el tráfico de las calles y avenidas, sin muebles de maderas preciosas, aunque hagan lucir el Amazonas, o las montañas de Chiapas, como desiertos de la tierra de Marte o del Altar.

Así es. Y si usted pretende seguir viendo a la chica del clima disparar temperaturas insospechadas por aquí y por allí, con fibras sintéticas con las que arropa sus carnes y con maquillajes probados en especies animales en peligro de extinción, pues tendrá que asumir que no.

Que no, de ninguna manera, podemos prescindir de esta conciencia que produce palpitaciones arrítmicas, pues evidentemente seguiremos rebasando los máximos históricos hasta que nos quede claro que somos los verdaderos, los excepcionales, los máximos e históricos imbéciles culpables de haber desquiciado al planeta por encima de cualquier predicción mínima y razonable, para permitirle a la chica del clima aspirar a los cinco minutos que producen su máximo histórico de fama y que representa en esa pantalla chica, ante nuestras narices, nuestra más triste e inmunda desolación ante el deterioro de la proverbial madre tierra.