Editoriales > CÓDIGO DRESSER

Felipe Calderón: decisiones erróneas

Calderón está tan obsesionado con AMLO como AMLO con él

Confieso que la decisión más difícil que enfrenté ante el libro de Felipe Calderón, Decisiones difíciles, fue sentarme a leerlo.

El protagonismo político, público, partidista y tuitero de Calderón me produce escozor. Soy de las que piensa que el papel de quienes ya dejaron la silla presidencial debe ser otro. Regresar a la academia y al análisis de los grandes temas globales al estilo de Ernesto Zedillo, o volver al activismo y a la tarea de empoderamiento cívico al estilo de Barack Obama.

Felipe Calderón: decisiones erróneas

Entender que ya tuvieron la oportunidad de ejercer el poder y después la incidencia debe ser de otra manera. Pero el texto de Calderón revela a un rottweiler político que se rehúsa a abandonar el ruedo. Es un animal político desacostumbrado a la desatención. La quiere, la necesita, la anhela.

Por eso su promoción de la candidatura presidencial de Margarita Zavala. Por eso sus perennes pleitos tuiteros. Por eso la creación del partido México Libre. Y por eso la publicación de un libro cuyo objetivo central es argumentar que fue mejor presidente que Andrés Manuel López Obrador.

Calderón está tan obsesionado con AMLO como AMLO con él. Bien lo advertía Samuel Johnson: “el arte de la política consiste en saber quién odia a quién”. Y Felipe escribió cientos de cuartillas para explicar por qué odia a Andrés.

Para contrastar y comparar y argumentar que él sí tomó decisiones difíciles, él sí mantuvo la estabilidad macroeconómica, él sí se ocupó del cambio climático, él sí manejo bien una pandemia, él si fue un gran líder. Firme, ético, patriótico. Antitético de AMLO en todo.

La paradoja es constatar los rasgos que sí comparten: la obcecación, la terquedad, el rencor, la descalificación a quienes piensan distinto, el orgullo que le gana a la autocrítica.

El libro de Calderón está colmado de imprecisiones sobre el caso de Florence Cassez y el exembajador estadunidense Carlos Pascual, ausencias como el caso de Lydia Cacho y Mario Marín, lagunas como el caso de la guardería ABC, silencios sobre temas de derechos humanos y víctimas de violencia. Exhibe a un hombre incomprendido, molesto porque México no reconoció ni reconoce todo lo que hizo bien. Según la lectura calderonista de sí mismo, no cometió errores; sólo comunicó mal los aciertos.

Calderón insiste en que el reto principal que enfrentó era “la captura del Estado”. Eso es cierto, pero se equivocó al creer que la captura principal provenía del narcotráfico y no de los poderes fácticos.

Después de la debacle electoral de 2006, Calderón llegó a la Presidencia como un Gulliver mexicano: atado al suelo por un ejército de liliputienses que inhibían su libertad de acción, su capacidad de movimiento. Entre ellos estaban los cárteles, pero también Elba Esther Gordillo, Carlos Slim, Ricardo Salinas Pliego, los sindicatos, los monopolistas, los cuates del capitalismo de cuates. Y contra ellos eligió no actuar, no confrontar, no regular.

La excepción fue la extinción de Luz y Fuerza del Centro, pero en otros ámbitos Calderón optó convivir con las “criaturas del Estado” en vez de buscar cómo domesticarlas. Esa es la razón detrás de un sexenio caracterizado por cambios minimalistas que preservaron el statu quo y permitieron el florecimiento de casos de corrupción que empañaron la imagen del PAN. Para la población, el panismo se asemejaba cada vez más al priismo, sólo que más incompetente.

Quizás lo más llamativo del texto es el esfuerzo desesperado que lleva a cabo Felipe­ Calderón para distanciarse de la guerra que desató. Insiste en que lo hizo para recuperar la seguridad ansiada, y no para recuperar la legitimidad perdida. Insiste en que quería combatir al crimen y no al narcotráfico, aunque justificó el despliegue de las fuerzas armadas con el slogan “Para que la droga no llegue a tus hijos”.

Insiste en que él no la bautizó como tal, olvidándose de cómo marchó vestido de casaca militar al lado de las brigadas que sacó a la calle. Insiste en que el detonador de la violencia fue la búsqueda de control territorial por parte de los cárteles y no la acción del gobierno. Pero, aunque Calderón quiera deslindarse de la narrativa bélica, él mismo fue su artífice y su principal diseminador.

Aunque quiera señalar al exgobernador de Michoacán, Lázaro Cárdenas Batel, como el primer peticionario de la presencia del Ejército, las acciones subsecuentes del presidente revelan su afinidad electiva con la militarización.

Olvida que los índices delictivos iban a la baja cuando llegó al poder, y que la tasa nacional de homicidios aumentó 50% en el segundo año de su gobierno. Olvida que los operativos conjuntos de las fuerzas armadas y la Policía Federal desataron la violencia en vez de disminuirla.

Olvida que la directriz de ir tras los cabecillas de los cárteles propició luchas sangrientas por el liderazgo y el control de las plazas. Sigue subrayando que la estrategia utilizada no fracasó, cuando –como lo ha argumentado Eduardo Guerrero– se basó en supuestos equívocos e información incompleta.

Cuando subestimó la capacidad de los cárteles para recabar inteligencia gracias a la infiltración de la PGR y la SSP, y hoy el juicio a García Luna lo constata.

Cuando no tomó en cuenta las flaquezas institucionales del gobierno. Todo eso llevó a un sexenio de tácticas múltiples y con frecuencia contradictorias entre sí.

Produjo un México multiplicador de violencias y víctimas y desaparecidos y violaciones de derechos humanos. Por más que Felipe Calderón busque reinventarse y justificarse, la guerra es su legado; es aquello por lo cual será recordado.

Y como corolario: si su presidencia hubiera sido tan exitosa como la describe, el PAN no habría perdido el poder. Nada captura mejor el fracaso del calderonismo que la imagen de Felipe Calderón entregándole la banda presidencial a Enrique Peña Nieto y al PRI, en lo que no pareció una decisión difícil.