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El presidente predicador

Helo ahí, todas las mañanas. Como un cura ante su congregación. Como un párroco frente a sus feligreses. Exhortando, adoctrinando, regañando, dando lecciones de moral, citando la Biblia, apelando a los mexicanos a ser mejores seres humanos. 

El presidente de México frente al púlpito, desde el cual informa pero también evangeliza. Provee cifras pero también da mandamientos. No sólo es un líder electo, es un guía espiritual. Y muchos lo escuchan extasiados, esperando la siguiente lección, la próxima pauta, el nuevo código de conducta que habrá de regir a la Cuarta Transformación. 

El presidente predicador

Ya no será la Carta Magna aprobada por un Congreso Constituyente sino la Constitución Moral distribuida por una autoridad que no sólo quiere gobernar, aspira a salvar almas.

Por eso el catequista de la 4T habla de la pobreza noble, el divorcio reprobable, los buenos mexicanos que recibirán dádivas y los malos mexicanos que morirán quemados. 

La conferencia mañanera no es en realidad un ejercicio de rendición de cuentas o un tributo a la transparencia; como bien lo ha señalado Jesús Silva-Herzog Márquez, es una homilía. 

Entre la larga lista de evasivas, anuncios, y cifras que no pueden ser verificadas se cuela la personalidad del predicador. 

El que se ve a sí mismo como un héroe más, como un Juárez, un Madero, un Cárdenas. Grandes hombres que llevaron a cabo grandes hazañas. 

Pero lo distintivo de quien nos gobierna ahora es la apuesta al carisma como instrumento para catequizar. La banda presidencial que da permiso para moralizar. Su discurso no es uno de derechos y leyes sino de vicios y virtudes. 

El gobierno no instituye el estado de derecho, enseña el camino al Paraíso. El gobierno no crea condiciones para abatir la pobreza, recalca su nobleza.

Para quienes asisten y presencian y participan en la misa diaria, AMLO adquiere cualidades mágicas, forja un lazo emocional entre el apóstol y sus discípulos, se vuelve una figura paternal para una sociedad en busca de alguien en quien creer. 

Alguien que trascienda los estrechos confines del papel presidencial y se erija en un líder espiritual: poderoso, omnisciente, virtuoso. 

Apoyar a AMLO es amar a un hombre que articula la recuperación de los valores perdidos, las esperanzas arrumbadas, la paz ansiada. 

Apoyar a AMLO no es aprobar sus propuestas de política pública –algunas buenas, otras alarmantes– sino participar en una gesta heroica basada en la fe. Construida sobre la pasión. Edificada sobre la creencia de que un hombre milagroso producirá resultados milagrosos, al margen de la evidencia, la experiencia, la reacción de los mercados, la postura de las calificadoras, la opinión de los expertos, la normatividad, la ley misma. 

Poco importa todo eso cuando en Palacio Nacional cada mañana hay un mexicano magnificente que puede controlar las fuerzas de la Historia y alcanzar objetivos trascendentes. Ya no se trata de mover a México sino de salvar a México.

Para muchos mexicanos AMLO no es nada más el líder del Poder Ejecutivo, con atribuciones legales y encomiendas formales. Se le ve y se le percibe como alguien que tiene contacto con un poder superior. La historia personificada en un individuo. La historia maniquea de México encarnada en él y su lucha: los buenos contra los malos, los de abajo contra los de arriba, los conservadores contra los liberales, los privilegiados contra los desposeídos, el pueblo contra los fifí.