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El planeta pasa la factura al ser humano

Desde mediados del siglo pasado, cuando se reunieron las mentes más brillantes del orbe para ver los efectos del crecimiento constante (crecimiento en términos generales), se concluyó por los resultados que ya se dejaban sentir, que éste no podía ser ilimitado; que habría de llegar el momento en que el mundo tendría que parar su desenfrenada carrera de acumulación de bienes para dejar un espacio de mitigación y recuperación de los ecosistemas y de las redes tróficas, esto es, de interdependencia total.

Ocurrió que, como si las conclusiones de los expertos fueran la voz de arranque, se desató una loca carrera por la posesión del título de hombre más rico del planeta y por todos rumbos se aplicaron las tesis del capitalismo salvaje montado en el brioso corcel de la globalización, para despojar a quienes sólo tienen sus manos para ganar el pan de cada día de su derecho a una vida digna y satisfactoria; se arrasaron los bosques y selvas, se contaminaron ríos, mares y lagunas, no quedó piedra sobre piedra.

El planeta pasa la factura al ser humano

Así, el número de multimillonarios crece año con año, de la misma manera que se acrecientan los millones de seres humanos que mueren de hambre, frío y desamparo. Nuevamente, los hombres más ilustrados han manifestado su preocupación por los daños que se están infligiendo al planeta por la avidez y la avaricia de quienes tienen tanto dinero que ni siquiera son capaces de imaginarlo en la vida real; pero que dedican todos sus afanes a seguir acumulando. Este año, en plena crisis, ya se rebasaron los cien mil millones de dólares de fortuna personal y el número de individuos que tienen más de mil millones.

Ante la sordera y la tozudez de los súper magnates y sus cortes de aplaudidores, la tierra ha respondido. Ha respondido con cierta dosis de esperanza para ver si el ser humano, el ser superior de la creación, es capaz de rectificar y enmendar sus yerros, dedicando su vida y sus afanes no a acumular riqueza, sino a producir bienes y servicios que sirvan a la gente y ayuden a erradicar los males que aún existen. No hay posibilidad de negar que la pandemia del Coronavirus mostró las limitaciones de los sistemas de salud.

Aunque la pandemia se predijo con muchos años de antelación (en este mismo espacio se anunció en el 2017), no se tomaron las medidas necesarias para enfrentarla. La investigación científica en la rama de la medicina se ha enfocado tradicionalmente en la estética y la cosmetología para satisfacer la demanda de quienes gastan enormes sumas de dinero en su afán de perseguir el sueño de la eterna juventud, sin entender que no importan los años que se viven, sino la forma en que se aprovecha el tiempo otorgado.

Llegó una nueva cepa de un virus antiguo y no hay forma de combatirlo. Los servicios médicos están rebasados, tanto en el sector público como en el privado. La charlatanería y la especulación se han soltado el pelo mientras el número de personas infectadas crece y falta espacio en dónde acomodar a los difuntos. Nada más en este año la fortuna de los cinco magnates más ricos ha crecido en un 50% y, por el otro lado, se estima que una de cada seis personas en el planeta perderá su empleo y toda forma de ingreso.

El manejo faccioso de la información, considerada la otra pandemia, ha provocado que las cifras dadas a conocer por organismos oficiales con las pruebas fehacientes, se tergiversen con propósitos políticos o de camarilla, por lo que las autoridades han tenido que remar en contra de un alud de rumores y notas falsas que generan confusión, caos y desconfianza. Los juglares que se encargaban de distraer a las masas para que no se percataran de los saqueos y despojos, han afinado sus voces para seguir el oficio.

Pero, ninguno de ellos podrá acallar la voz de la tierra, que ha dejado de quejarse para mostrar su lado dramático en demanda de atención y de acciones efectivas para rectificar los atentados contra el ser humano y su único hábitat. Antes fueron las fuerzas telúricas desatadas; ahora es la pandemia que ha cobrado un elevado número de víctimas y que aún no ha podido ser controlada, menos erradicada.

Nada más el año pasado se calcula que la pérdida por siniestros naturales fue de 150.000 millones de dólares. Los tifones Hagibis y Faxai, en Japón, provocan los mayores daños económicos. La compañía alemana Munich Re ha contabilizado hasta 820 catástrofes naturales en 2019. Este daño económico se sitúa en el promedio registrado en las últimas 3 décadas. Fueron avisos que se tomaron muy a la ligera.

Ahora, el Covid-19 ha cobrado casi 600 mil víctimas mortales y ha infectado a más de 13 millones de personas. ¿Qué más necesita el hombre, el ser racional de la creación, para frenar el aberrante ecocidio?