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El dilema aliancista

El razonamiento es simple: si sus contrincantes van separados él gana con relativa facilidad, en tanto que si se unen es probable que pierda

Las alianzas electorales suscitan controversia. Si los aliados tienen idearios diversos o contrastantes se les tacha, por buenas o malas razones, de incongruentes. En los regímenes parlamentarios europeos es común que partidos ideológicamente antitéticos cogobiernen de manera coherente y funcional (el caso de Alemania es paradigmático). Pero en México las coaliciones, que rara vez llegan a los programas de gobierno, tienen mala prensa.

En 2016, por ejemplo, el nado sincronizado patrocinado por el gobierno de Enrique Peña Nieto intentó en vano socavar una estrategia de unidad opositora PAN-PRD que acabó infligiendo al PRI la peor derrota de su historia en comicios estatales.

El dilema aliancista

Desde luego que, además de aliancismo pragmático que prolifera cuando las coaliciones ganan y escasea cuando pierden, existe un anti aliancismo persistente sustentado en convicciones. En todo caso, los enemigos del eclecticismo insisten en el cliché del agua y el aceite… hasta que se diluye ante un argumento irrefutable: cuando la autocracia se cierne sobre un país es válido que los demócratas izquierdistas, centristas y derechistas se unan para impedir dictaduras o “dictablandas”.

Los mexicanos enfrentamos hoy esta encrucijada. La idea de una alianza de amplio espectro para ganarle al presidente López Obrador la mayoría de la Cámara de Diputados en 2021 tiene sustento en la defensa de la democracia. AMLO ha concentrado demasiado poder, ha debilitado a sus contrapesos y ha construido un gobierno autoritario que premia la sumisión y castiga la discrepancia.

Hay quienes dicen que fabricó su BOA para invocar un bloque TUCAM (Todos Unidos Contra Andrés Manuel) y sustentar en él su propaganda de liberales buenos y conservadores malos; yo apuesto doble contra sencillo a que AMLO no desea, sino que teme a la unificación opositora, y que el ofidio es en realidad un espantapájaros o, mejor, una vacuna para inducir en los partidos de oposición anticuerpos que debiliten al aliancismo.

El razonamiento es simple: si sus contrincantes van separados él gana con relativa facilidad, en tanto que si se unen es probable que pierda. Cierto, las sumas de votos no son automáticas, pero si las alianzas no fueran rentables Morena no habría llegado a la ignominia de aliarse con el Verde.

Ahora bien, en el camino opositor hay una bifurcación. Unos buscan aglutinar a todos los sectores anti 4T; otros quisiéramos que la articulación fuera más selectiva y que no incluyera a extremos que, a juicio mío, lejos de ser necesarios son contraproducentes: ni grupos que presionan por un derrocamiento al margen de las urnas (y que están jugando con fuego), ni partidos de falsa oposición que flotan sibilinamente en la órbita presidencial.

Huelga explicar que mi opinión es prácticamente irrelevante pues sólo habré de decidir, como ciudadano y como académico, mi voto y mi apoyo ante la opinión pública. Pero vivimos tiempos de definiciones y nadie debe rehuir las que le corresponden, menos en una sociedad polarizada cuya dinámica nos empuja fatalmente a escoger uno de los polos.

He aquí la segunda justificación de la alianza: revertir a futuro la polarización que nos parte y nos obnubila. Como muestra bastan dos botones ultras. AMLO lleva a los suyos a ponerlo por encima de sus convicciones (las de ellos y las de él) y a quemar en leña verde en las “benditas” redes sociales a quienes osan disentir de la (única) “transformación” y abrazan así el “conservadurismo”; en respuesta, algunos “conservadores” afirman que la 4T es más dañina para los mexicanos que el priñanietismo (de hecho, el aliancismo indiscriminado no repara en tonalidades éticas porque su anti obradorismo tampoco admite matices).

Aquí debo hacer una precisión: el hecho de que mi crítica a AMLO aumente al ritmo de su revanchismo no me impide ver la aberración de añorar a quien llegó a la Presidencia el sexenio pasado con la intención de saquear el país y encabezó el gobierno más corrupto de nuestra historia; Peña y su cleptocracia no merecen reivindicación alguna.

Malamente, la 4T ha reclutado varios personajes y partidos impresentables, pero hay que reconocer que a AMLO no le interesa enriquecerse y que eso hace una diferencia axial. Aunque se les puede comparar en ineptitud, en el terreno del bandidaje no cabe, objetivamente, la equiparación. No lo digo en aras de una impertinente neutralidad, sino por respeto a la memoria y en exhorto a la racionalidad que es antídoto contra la obnubilación. Porque lo otro no está a discusión: tenemos un presidente que no actúa como jefe de Estado sino como polarizador en jefe y que, en vez de reconciliar, divide diariamente a los mexicanos.

México pide a gritos equilibrios democráticos. Por eso, porque AMLO gobierna autoritariamente, porque polariza movido por el rencor y porque urgen contrapesos, sería muy benéfico para nuestro país que se forje una alianza de oposición conformada por demócratas: partidos no sumisos al poder, grupos de sociedad civil que luchan por causas justas, intelectuales que repudian el autoritarismo, ciudadanos (sí, también empresarios) que defienden libertades y no pretenden instaurar un Estado guardián. No se necesita más para ganar la próxima Legislatura.

Y a quienes impugnen la posible coalición con el discurso maniqueo de que todos los que rechazan la 4T son iguales, vale decirles que la única igualdad en ese aliancismo estribaría en dos fortalezas de las que ellos carecen: la inclusión de quienes piensan diferente y el compromiso con la democracia.