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El de Colosio, un crimen fraguado desde el poder

Aquel domingo 28 de noviembre del 93 me llamó Luis Donaldo a las 7:00 AM. Me pidió que nos viéramos en la oficina a las 8:00 de la mañana. Inmediatamente después recibí una llamada del mayor Castillo: “De parte del jefe, que por favor vaya de traje”, mensaje intranscendente pero revelador en su contexto.

Llegó Luis Donaldo a las ocho en punto; por supuesto yo ya estaba ahí. Entra a su oficina y de inmediato me llama, con una insistencia pocas veces vista; paso inmediatamente y viene desde su escritorio a mi encuentro con los brazos extendidos y me dice con una gran emoción “¡ganamos!”, mientras sellaba la información con un gran abrazo. 

El de Colosio, un crimen fraguado desde el poder

De inmediato nos envolvió la parafernalia de un destape al estilo priista. Tomó posesión de su condición de candidato presidencial y de presidente en potencia con toda naturalidad. Se le veía seguro de sí mismo, como si se hubiese preparado a lo largo de toda su vida para ese momento.

Un rato después, ese mismo domingo 28, el presidente Salinas buscó a Luis Donaldo por la red. Como era usual, contesté en su ausencia. Lo sentí realmente contento, optimista, satisfecho por la reacción de júbilo que había generado entre los priistas la postulación de Luis Donaldo. En esos momentos todo era reciprocidad y condescendencia con Los Pinos, con Salinas y Córdoba, incluida la designación del coordinador general de la campaña. Nadie imaginaba ese día la cercanía del giro después conocido.

La campaña fue la etapa estelar de su vida política. El priismo lo colmaba de elogios y el cariño de la gente era creciente. En contrapartida, enfrentaba una resistencia artificial y prefabricada; en el país crecía una confusión manipulada. Un arduo ejercicio de concertación y una intensa campaña política no lograban contener la estrategia de desbordamiento, que al interior del equipo suponíamos estaba diseñada en Los Pinos.

Esta contracampaña alcanza su apogeo en el indignante “no se hagan bolas” y en el juego camachista que crecía con el evidente consentimiento presidencial. A ello se sumaban las consecuencias políticas de la rebelión de los pueblos indígenas de Los Altos de Chiapas, en enero de 1994, que Luis Donaldo atribuía a la desconexión del poder político con el estado real de la sociedad, al vínculo indudable que existía entre régimen político y exclusión social.  

Aun así, Colosio despertaba cada día mayor interés por su candidatura; los números de la opinión pública estuvieron siempre con él. 

Lo que en realidad sucedía en aquellos tiempos es que factores políticos y reglas del juego a los que Luis Donaldo había estado vinculado hasta el momento de su postulación como candidato a la Presidencia de la República, buscaban su sometimiento al viejo orden; buscaban su complacencia con los intereses creados y las inercias que, tras la fachada de un falso éxito, eran responsables de la crisis política con la que había iniciado México el año de 1994. 

Era cada vez más evidente que Luis Donaldo jamás aceptaría desempeñar el reducido papel histórico de continuador de la herencia autoritaria y neoliberal que el régimen pugnaba por asignarle. La suya fue desde el principio una candidatura silenciosa, pero con evidente rebeldía, convencido de que la salida para México estaba en el diseño de una nueva forma de ejercer el poder (…) 

Para el momento en que arriba al Monumento a la Revolución aquel 6 de marzo, había pasado por una muy difícil campaña presidencial. Ese discurso fue un claro rechazo a la condición de guardaespaldas del pasado que pretendían asignarle, y de renuncia a la tutela salinista, entendible en un secretario de Estado, pero inadmisible en un candidato presidencial. Tal discurso terminó por convencer aun a aquellos incrédulos, suspicaces y reticentes, entre ellos al propio Salinas, quien entendió que Luis Donaldo iba en serio, que su mensaje representaba un compromiso político deliberado y no un acto inconsciente de romanticismo. 

Después de su asesinato, no pocos alegaron que Luis Donaldo no debió haber abandonado el carril de las apariencias sino hasta después de llegar a la Presidencia de la República. Pero la fuerza para deslindarse del régimen le venía de su vieja convicción. Mientras tejía pacientemente su proyecto presidencial, Luis Donaldo en su paso por el PRI y por Sedesol maduró su concepción de país y fortaleció sus conocimientos de los problemas nacionales, en virtud de sus inagotables giras a lo largo y ancho de la geografía nacional. Finalmente, como miembro destacado del gobierno de Carlos Salinas, había conocido a fondo la descomposición del régimen (…) 

Luis Donaldo creyó en un proyecto de cambio democrático para el país y se comprometió con él. Nadie como él percibió la necesidad de reformar el aparato de Estado vía la democratización de sus instituciones y sus mecanismos de decisión. Adscrito sin reservas en el bando de los promotores de un cambio con responsabilidad, puso sus ideas y su voluntad en un proyecto de transformación democrática para el PRI y para el país. La reforma del poder, tesis central de su discurso, es ahora más necesaria que nunca, aunque queda claro –porque los hechos históricos de entonces a la fecha así lo demuestran– que su conquista no puede llevarse a cabo ya desde las trincheras en las que Luis Donaldo quiso hacerlo en su momento.

Una desaparición prematura nos privó de este hombre extraordinario en la vida pública del país. ¿Echarle la culpa a su mala estrella? Demasiado fácil. Queda finalmente el consuelo de que toda tragedia trae su catarsis, y el asesinato de Luis Donaldo derramó sangre redentora. Los mexicanos empezamos a hacer de la lucha un patrimonio. 

Por lo que a mí toca, a partir del asesinato de Luis Donaldo he pensado sobradamente acerca del régimen político que hizo posible aquel crimen. No es mi intención abordar aquí ese asunto, pero si hablar de algo que a mi parecer influyó mucho en lo ocurrido en el 94: los valores que han imperado hasta ahora en el quehacer político y la necesidad de sustituirlos. El punto de partida es impulsar su opuesto ético a todos aquellos valores que han guiado y marcado al aún antiguo régimen. 

Al margen de las modalidades del atentado, su muerte es un hecho deshonroso en la vida política de nuestro país. En esos años, la sociedad asistió abrumada a la tremenda lucha por el poder que se libraba en las alturas. Uno tras otro se sucedieron los pleitos en la cumbre, incluidos los asesinatos del cardenal Posadas y de José Francisco Ruiz Massieu. ¿Quiénes estuvieron realmente atrás de esos gatillos?, tal vez nunca lo sabremos. Es casi imposible separar las certezas y las especulaciones, pero nadie podrá quitarnos la certeza subjetiva de que fue un crimen fraguado desde el poder, o en sus alrededores. 

Y entre certeza y especulación descanse en paz Luis Donaldo, al lado de su compañera Diana Laura, esa extraordinaria y gran mujer.

  * Secretario particular de Luis Donaldo Colosio de 1989 a 1994 y actual secretario de Seguridad Pública y Participación Ciudadana.


ALFONSO DURAZO

ALFONSO DURAZO

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