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Arrasada por la desgracia

México, según algunas estadísticas recientes, podría ocupar el quinto lugar en América Latina en número de personas contagiadas con VIH/SIDA. Nuestro país, según los datos mencionados, solamente estaría superado por un puñado de naciones. 

Al margen de nuestros rezagos en políticas de salud pública que enfrenten eficientemente el crecimiento de la enfermedad, y de nuestra vergonzante y reiterada cultura de la marginación social a las personas que padecen SIDA o son seropositivas, existe una pregunta que se antoja fundamental: qué diablos estamos haciendo hoy para prevenir el crecimiento de un índice que parece incontenible. Esto es materia obligatoria de la Cuarta Transformación.

Arrasada por la desgracia

Hay pocas camas en los hospitales, y el número de exámenes médicos, solamente crece con timidez. A pesar de que la pose progres de la sociedad parece volverse popular, el que se sabe enfermo, no lo revela ni a su conciencia, porque está seguro de que perderá, quizá, hasta la dinámica de una relación familiar. Es muy probable que lo despidan de su trabajo o al menos provoquen su renuncia. 

El miedo le lleva al crimen, porque maridos, esposas, novios y amantes, ocultan la verdad a sus parejas sexuales para evitar el reproche lapidario y la marginación. Y el contagio se acrecienta, la vileza se impacta incluso en críos que no terminan de nacer cuando son diagnosticados de su desgracia. Tan artero es este contagio, que hay códigos penales hacen punible el hecho de que una persona transmita a otra el virus. Cárcel, frescobote, años de sombra, por irresponsables, por egoístas.

Pero sin justificar al que produce deliberadamente o por irresponsabilidad el contagio –es un acto que solamente un cretino o un canalla puede realizar-, me parece que nuevamente toca a la sociedad en conjunto, una parte en la repartición de responsabilidades.

Y desde luego ya espero los encendidos argumentos de ese grupo de lectores que tan amablemente me distinguen con lo que, en vernáculo, podría traducirse como sentidas mentadas de madre, porque nunca han estado de acuerdo con mi concepto de corresponsabilidad social de todo lo que nos acontece como Nación. 

Sin embargo, lo siento nuevamente, pero nuestras desgracias no tienen más causa que nuestra indolencia y egoísmo. El problema, como fenómeno social, nos atañe a usted y a mí en particular, y sí no, pregúntenles a esos que andan por allí, que toda su vida despreciaron a los portadores del virus –del bicho-, hasta que una tarde de copas, o de romanticismo, o de traición del esposo o la esposa, o de arponeo en un bar, les llevó hasta el punto de recibir su resultado positivo, en letra de molde, y en la frialdad de una sala de espera de laboratorio.

Y entonces ya es su problema también, a pesar de todas las gesticulaciones que hicieron en el pasado después de saludar de mano a un seropositivo, a pesar de haber cambiado al canal del televisor cuando hubo un mensaje publicitario de condones, a pesar de haber estado de acuerdo con sus compadres o colegas que despiden de su empresa a una mujer u hombre que revelaron honestamente su situación.

Por ello, la pregunta fundamental vuelve a ser, qué diablos vamos a hacer para evitar el crecimiento desmedido de nombres propios en la lista de contagios. Y cómo le vamos a hacer si hasta hace muy poco las señoras de sociedad consideraban que el vocablo condón era una palabrota de carretonero, si seguimos ciegos propiciando los riesgos porque la mejor forma de evitar un problema es nunca mencionar su existencia.

Cómo evitarlo si no es con información, apertura, objetividad. Frialdad en los conceptos, aunque duela, aunque nuestros planteamientos atávicos y bizantinos se resquebrajen muy dentro del tórax, más bien, en la vecindad del colon. Quien le va a dar ese arrimón al riesgo que encierran los pitones del toro de la verdad, a ese valor que requiere que una madre, o un padre, se acerquen al hijo, y sobre todo a la hija, y le digan, con cara de mira te cuento una historia, pero con rigor técnico, que bueno, el sexo, y tal, el cuerpo y los amores, las mariposas en el estómago y las tardes de ron. Y entonces más vale preservar la vida, para que ese ratito de amor o de retozo, no se transforme en una causa de marginación, en causa de la muerte.

Y cada quien su moralidad, digo, y las virtudes entendidas por cada cual en el contexto de sus propios valores. Pero los críos son de carne y hueso como usted y yo, y sienten y se enamoran, y no necesariamente se “esperarán al matrimonio” como en tiempos de nuestros abuelos –al menos eso decían- para entregar sus más preciados tesoros al cónyuge de su vida. 

En tanto, yo me pregunto, por qué no hablamos de Sida a un hijo, una hija, un sobrino o una nieta, a buena edad, temprana quiero decir, y en vez de plantearle metáforas virtuosas muchas veces irreales, ponemos sobre la mesa el riesgo y la solución primero, para que ellos decidan, o sea; y después, para que eventualmente, si el caos rompe el paradigma de nuestra moral particular, nuestra conciencia solamente cargue con la culpa de una virtud perdida en la oscuridad, y no de una vida arrasada por la desgracia.