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Nariz roja

A Joaquín nadie le felicitará el día treinta. No recibirá globos multicolores, ni bolsas repletas de caramelos. No habrá quien le cante una ronda infantil. Nadie le invitará a un festival escolar, ni tendrá madre que le abrace, le mime y le bese por la mañana; que le regale la oportunidad de posar sus ojitos vivarachos en una sonrisa de aliento, que le obsequie, en fin, el calor de su regazo. En sus nueve años de vida nadie lo ha hecho. ¿Por qué habría de ser diferente, precisamente ahora? Precisamente en un día convencional, que el mundo consumista ha decidido, con un par, que sea un festejo especial.

Nariz roja

Joaquín. Quinito como le llaman aquellos que le conocen, permanecerá despierto toda la noche; trabajando, como todas las noches; como cada una de las siete noches de cada semana de su vida que ocupan sin cesar, alternativamente, las dos funciones que tiene a su cargo: de vigía, para alertar en caso de que husmee la policía por el prostíbulo de la Gallarda –de quien Quinito sospecha haber nacido-, y de “burro” o transportador de pequeñas dosis de enervantes, en todas sus variedades, especialmente las que prefieren los clientes para que de esa forma, según aconseja la propia Gallarda, ellos, los clientes, tengan experiencias más radicales, y contentos queden invitados a regresar. Quinito, como todas las noches, entre entrega y entrega, se encargará también de levantar los vasos sucios. Los restos de alcohol.

Las colillas amontonadas en ceniceros apestosos, la basura que se produzca en la refriega.

Joaquín volverá a sentirse humillado cuando el Gabacho –padrote de la Gallarda y acreedor al apodo por su pelo teñido de amarillo-, inclemente le administre su dosis diaria de bofetadas, coscorrones y violentos golpes con bate de béisbol en la espalda y el trasero. Sentirá nuevamente ese nudo en la garganta que produce la impotencia, cuando el Gabacho, que no entiende que Quinito no fue a la escuela, que no sabe leer –mucho menos sumar-, le insulte artera y brutalmente frente a toda la gente, frente a las muchachas y los clientes, haciendo que la humillación arda en la espina dorsal, en el pecho. Logrando crecer la afrenta en cada insulto que destaca precisamente sus defectos físicos que tanto le lastima poseer, que le arrancan lágrimas de rabia cuando los contempla por horas en el espejo.

Quinito sentirá otra vez la lápida del fracaso anunciado cuando ese jijo de su rejija le recuerde que no sirve para nada, que es peor que animal, que ni para gato de burdel... Recibirá las bofetadas con resignación, como todas las noches, sabiendo que eso es parte de su normalidad innegociable, inalterable, definitiva.

Pero, finalmente, Joaquín se conforma, pues tiene techo y cobija, y el derecho ganado de dormir calientito en la bodega, entre las rejas de refresco vacío y los cartones de cerveza consumida. Total, casi nunca sangra, y las marcas de los golpes desaparecen rapidito. Eso es lo que lo hará hombre, -le dice el Gabacho-, y así, de grande será muy macho, para que un día sea como él.

Además, de vez en vez, las cosas se compensan cuando el Gabacho hace un negocio gordo, o cuando traen a las nuevas muchachas ilegales del sur, pues es el propio lenon quien le regala unas monedas para que compre unas canicas o un comic, porque Quinito, aunque no puede leer, se divierte mucho con los “monitos”.

A Quinito, la maldita fiesta del día del niño le importa un pimiento, porque además de que él no tiene tiempo para esas tarugadas, para esas costumbres cursis de niños mimados, le parece estúpido verlos jugando a los carritos, o a los vaqueros, cuando hay mucho trabajo que hacer, para ser un día como el Gabacho, y ganar mucho dinero, y tener una casa llena de pirujas que produzcan para uno solito.

A quien le importarán esas idioteces de estudiar, bañarse y andar muy perfumadito, si lo que vale es la lana, el poder, como el que tiene el Gabacho, que trae muertas a todas sus viejas –aunque sea a cachazo limpio-, y que sabe, y le enseña también, que no hay necesidad de sufrir como otros imbéciles, pues cuando uno está confundido o nervioso, con un toque basta, para volar por los cielos de la felicidad.

Juguetes made-in-China, dulces, sonrisas y festivales. Narices rojas. Todo parece muy bien para una película de las que dan en televisión. También oyó en la radio que alguien hablaba enardecido de niños explotados, pero Quinito pensó que les había reventado la panza por comer tantos tamales, tantos platos de frijol, tanto plátano frito.

Joaquín quizá nunca entienda qué es la dignidad. Quizá ni siquiera aprenda a leer y a escribir. Nadie le explicará que tiene derecho a exigir que no le peguen, a no trabajar sino hasta ser adulto, a conocer, a través del estudio y el juego, otros horizontes; de dónde viene, a dónde va. Probablemente nadie se ocupará de su vida para rescatarle y acercarlo a un destino menos oscuro, menos podrido que el agujero donde vive en la frontera de México y Guatemala. Los que están cerca, lo utilizan como bestia hasta el límite de sus fuerzas; los que están lejos, indolentes se apartan de un niño oloroso, grosero, boquiflojo.

Al final, Quinito sigue solo y seguirá solo. Su destino se avista claro: el vacío, la desolación, la violencia, los vicios, la indignidad, es decir, un fracaso más consolidado por la sociedad indolente que se pudre por dentro haciendo alarde de su estupidez, muy a pesar de las bodas de telenovela de los gobernantes, muy a pesar del discurso oscurantista de los flamantes candidatos que buscan el poder.

Pero bueno. Anímese y sonría, con la conciencia bien tranquila porque, a fin de cuentas, he usado nombres ficticios para los personajes de este relato, excepto el de Joaquín, Quinito, que sigue viviendo en ese burdel su lamentable realidad a diario, en Tapachula, en nuestra propia frontera sur.