La euforia del gran elector

La inmensa mayoría de las bases que militan en un partido político, creen fervientemente que algún día, cercano o lejano, la alta jerarquía de su partido se fijará en ellos para ser seleccionados como candidatos a algún cargo de elección popular.

Basado en ese principio, una enorme cantidad de militantes sudan la camiseta, van y vienen a los actos públicos de los partidos y cumplen a cabalidad con la norma fundamental no escrita;, esa que dice: “hay que trabajar mucho para que algún jerarca detecte que has hecho los méritos suficientes para ser de los agraciados y que por fin, aparezcas en la boleta electoral”.

La euforia del gran elector

Por eso miles de militantes sueñan con ser regidores y/o síndicos de cualquier ayuntamiento. Piensan que en ese microcosmos, está la realización de sus sueños. 

Desgraciadamente a eso los han arrinconado, a pesar que muchos de ellos, son militantes que acreditan capacidades, dedicación a las tareas y años de lealtad al partido.

Ya ser diputado local o federal, es inalcanzable, Senador, ni pensarlo, porque esas posiciones están en latitudes de los altos mandatarios. 

De esos que saben que el poder, es para ejercer y que no se comparte. 

Mucho menos con el pueblo.

Por eso ya es usual ver familiares, amigos y colaboradores cercanos a los políticos en las boletas electorales, que en poco o en nada acreditan merecimientos.

Claro, que no echan por la borda la esperanza que algún día, cualquier día, soleado o nublado, algún personaje “influyente“, alguien con peso político suficiente, se fije en ellos y los “palomee” para llegar a un cargo superior.

No saben que Federico Nietzsche, ese que enunció en una de sus obras que “Dios ha Muerto”, que “la esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”.

Por esa razón, esos cargos de elección popular dejan ser tangibles, deseables e incluso soñables para el militante común y corriente… ese que sale a la calle a convencer, no importa si llueve o relampaguee, haga frió o calor, a buscar a sus vecinos, a cualquier persona, a decir, en muchos casos, hasta mentiras para que el receptor de su mensaje crea que le dice la verdad sobre las bondades del candidato de su partido. 

Claro, ya antes asistió a un curso donde le enseñaron las técnicas básicas de la persuasión.

Mientras, el gran elector, ese que palomea los nombres que están en las listas, está en una cómoda oficina, con cafetera de moda y tasas de porcelana, con aire acondicionado a temperatura de 22 grados, esté helando o en plena canícula,  embestido en una camisa 100% algodón y corbata de seda francesa, esperando recibir las últimas novedades: la relación de nombres que antes fue cribada sin piedad.

Entonces, el gran elector toma su pluma negra elaborada en Alemania y hecha de resinas de alta calidad, con la estrella de 5 puntas desplegada en su punta y empieza el protocolo final: escoger a los afortunados.

En su mente, saborea la sensación del poder, gracias a que está donde está, por las cualidades de sumisión que su jefe inmediato le reconoce.

Y escoge a quienes le han mostrado también sumisión, como él la demuestra día a día, aunque pierda uno de los valores más apreciados que tiene el genero humano: la  dignidad.

Ya cuando escribe la palomita al lado del nombre seleccionado, llega al éxtasis, porque pudo determinar e influir en la realización de los sueños del militante.

Eso lo hace sentirse pleno, grande y majestuoso porque hizo justicia: premió la sumisión.

Mientras, olvida, bien que olvida, que en un día no lejano, la historia le pasará la factura, pero piensa que por su grandeza e inteligencia innata, lo superará.

Eso lo hace sentir eufórico.