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La responsabilidad social

Ya se percibe la conciencia de que un cierto modo nuevo de encarar la vida se ha originado en nuestra Patria como sucedió a principios de la centuria pasada. Esta toma de conciencia no puede sino ser colectiva, pero al mismo tiempo sólo de un pequeño grupo, una minoría insignificante por su número; pero, quizás muy significativa por su perspectiva. Sólo algunos no se reconocen de esta generación, de una generación que ha sido despojada de su identidad y que por lo tanto no se reconoce históricamente. La actual generación, de la cual, los primeros que la constituyen escucharon en sus años infantiles los terribles acontecimientos del mito genial de la Matanza de Tlatelolco, difundida y agigantada por plumas prestigiosas; pero, que no estuvieron en el lugar y que escribieron de oídas, o copiando las notas de los actores de primera línea, recibiendo después, como corresponde, reconocimientos que los han situado en el Parnaso al que llegan con poca legitimidad que inclusive se ventiló judicialmente.

Es a esos que han tomado conciencia de que constituyen esa generación de mitos y de pasos perdidos en todos los rincones; pero que no temen el mundo contemporáneo del cambio social y de la técnica; que tampoco niegan el pasado secular, tanto colonial como republicano, laico y revolucionario; los que deben dar la razón de su silencio, de su mudez, de su aparente ausencia del teatro donde se juega la historia, es decir, del mundo intersubjetivo de la opinión pública. No la opinión cobarde de los memes, los ataques mediáticos, los tuits y demás formas de expresión irresponsable y sin consecuencia alguna.

La responsabilidad social

Sino la opinión avalada con la firma y sostenida con responsabilidad para crear consciencia en el hombre de la calle, que aún no alcanza a percibir de dónde vienen todos sus males, cuando el discurso oficial y el dogma hablan de la promesa de una vida mejor; y de todos aquellos que en los diversos estratos de la sociedad constituyen la conciencia de un pueblo. No la opinión docta de los sabios que sólo llega a los claustros estancos donde se decide el orden de las acciones humanas, sino, una abierta.

Tan abierta que no pueda ser constreñida por los poderosos de estos tiempos que descubrieron que una mentira repetida muchas veces empieza a parecer verdad para muchos a la manera de aquella gota persistente que el paso de los años perfora la roca. El silencio del ausente y desinteresado, es al modo del inconsciente y despreocupado, del egoísta, o al modo del ocioso, del sabio helénico que se retira de la ciudad para alcanzar su perfección propia, sin solidaridad alguna con los suyos. El estado de perfección en silencio, sin compartir los descubrimientos o enseñar los caminos, valen en realidad de muy poco.

Es el yo que se aparta del nosotros, sin saber que en verdad se aniquila a sí mismo, por cuanto el fundamento de la vida no puede ser sino la convivencia. Existe el silencio del incapaz, del impotente, del vacío, de todos aquellos que no dicen nada porque no tienen algo que comunicar. Esos, si no son culpables de su negatividad deben ser objeto de una profunda comprensión, a fin de que por el servicio eficaz sean algo, y no permanezcan en su postración antihumana. Quizá sea el único silencio válido.

Existe por último el silencio del auténtico sabio que por sobre abundancia prefiere no decir algo más, por cuanto ha dicho ya lo que era necesario comunicar. Este silencio es el extremo opuesto del silencio inicial del desierto, es entonces el silencio del que toma absoluta conciencia de que, al fin, ese algo es alguien con el cual hay que aprender a dialogar, y para lo cual, todo lo dicho debe dirigirse a instrumentar accidentalmente ese diálogo. Una vez que ese diálogo se inicia, la misión del que debía hablar y escribir, es guardar nuevamente silencio. Lo dicho debe germinar y madurar entre las masas.

Así, hay que decir que la vida política, la vida ciudadana, desde el clan a la tribu, de la aldea sedentaria al villorrio y por último la ciudad, de ésta a la confederación y el Imperio o la República; todas las entidades sociales poseen proyectos humanos, tienen fines. El hombre opera siempre en vista de un fin que funda sus acciones comunitarias. Los griegos llamaron a ese fin de grupo: el bien común. El bien común de una comunidad incluye el proyecto societario de promoción y bienestar de todos; la promoción de los instrumentos de la civilización (bienes materiales de producción y consumo), pero principalmente los valores del grupo y su ética. Es precisamente la ética el camino del bien común.

La ética es una posición contraria al egoísmo y la corrupción. El bien común se convierte en la finalidad de los que operan en el campo del servicio social. Conocer ese bien común significa conocer al hombre en toda su universalidad, en su estructura comunitaria, en su cultura concreta y dada; es un proyectar la promoción desde donde se encuentra el grupo, gracias al ejercicio de la prudencia política y no según un arte que pueda inventar proyectos utópicos: la diferencia entre el arte y la prudencia estriba en que el primero proyecta sobre la materia, mientras la otra descubre en la realidad humana.

El bien individual de cada persona (bien supremo para los filósofos individualistas que fundaron el liberalismo, tales como Hobbes, Locke, Rousseau) no es un bien total sino parcial, ya que el hombre está siempre en un horizonte intersubjetivo e interpersonal; en verdad, se trata del bien particular (el hombre como parte; de Hobbes deriva la concepción totalitaria del Estado que ejerce los derechos que los individuos han depositado en él como medio para lograr la paz). Pero, al fin, todos los bienes particulares pueden alcanzar su realidad sólo en el bien común. Paradójicamente, el bien común es el mejor de los bienes particulares ya que sólo en él cada parte alcanza su felicidad. Así debe difundirse.

El totalitarismo hace del bien común el bien único del todo, al que deben subordinarse sin contrapartida todas las partes, todo hombre, toda persona humana. Una sociedad humana justa estatuye la primacía del bien común (bien de la comunidad entera de personas) sobre los bienes individuales (que no es lo mismo que bienes particulares). En las sociedades donde se deja el libre juego de la oferta y la demanda, y donde se permite que el individuo más fuerte, capaz e inteligente domine al más débil, existe la primacía del bien individual sobre el bien común. No así, en cambio, en una sociedad justa, donde los bienes particulares se coordinan entre sí y se subordinan al bien común. Este bien común no es sino el bien de toda la comunidad por el respeto de los derechos de cada parte, por la promoción y distribución de los bienes de y a cada parte. 

De ahí la necesidad de que las generaciones que han tomado consciencia y busquen un cambio que haga valer los principios del bien común, levanten sus voces y abandonen la comodidad del silencio y la apatía, para contribuir al cambio.