El comandante cada-vez-menos-supremo de las Fuerzas Armadas

López Obrador desapareció las áreas de inteligencia civiles. Con ello le otorgó un monopolio de conocimiento especializado a un ejército que parece utilizarlo de manera autónoma

En la ley, López Obrador es el mando supremo del Ejército y Fuerza Aérea mexicanos. En la realidad, el debilitamiento de las estructuras burocracias civiles ha creado una relación de dependencia del presidente hacia el ejército. El resultado es un presidente con cada vez menor capacidad de comandar o siquiera conocer las actividades que realizan las fuerzas armadas. La balanza de poder entre civiles y militares pudiera estar cambiando estrepitosamente.

El comandante cada-vez-menos-supremo de las Fuerzas Armadas

López Obrador está jugando con fuego al ponerse en situaciones que lo hacen dependiente del poder militar. En ningún otra área esto es más evidente que en las labores de inteligencia, un instrumento imprescindible de gobernanza que ha quedado depositado enteramente en mandos militares. Mandos que han comenzado a dar señales de operar sin la anuencia del poder civil.

Gracias a las filtraciones de información confidencial del grupo de hacktivistas Guacamaya, hoy sabemos que el ejército utilizó el spyware Pegasus para espiar ilegalmente a dos periodistas y a un defensor de derechos humanos durante el sexenio de López Obrador. El presidente había prometido que durante su sexenio que no se realizarían actos de espionaje, lo que nos deja con dos alternativas: que el presidente haya mentido o que desconozca la extensión de las actividades realizadas por las fuerzas armadas.

La segunda, por mucho más grave, se configura como posiblemente cierta.

Recordemos que durante este sexenio se han desmantelado todas las instituciones de inteligencia civiles para ser substituidas por instituciones comandadas por militares. López Obrador ya no tiene capacidad de hacer inteligencia sin depender del poder militar. El Centro de Inteligencia y Seguridad Nacional fue desmantelado para dar vida al Centro Nacional de Inteligencia (CNI), un organismo que realiza las mismas actividades de vigilancia y monitoreo que realizaba el CISEN, pero bajo el mando de Audomaro Martínez, un militar de Tabasco.

Con la Guardia Nacional ha pasado lo mismo. A diferencia de su antecesora, la policía federal, todas las actividades de inteligencia de la Guardia son comandadas por un militar, el general Luis Rodríguez Bucio. El 80 por ciento de los integrantes de la Guardia provienen del ejército y la marina.

El mismo general Luis Cresencio Sandoval ha dado a conocer que la Secretaría de la Defensa Nacional está apoyando con la creación de múltiples Centros Regionales de Fusión de Inteligencia (CRFI) para recopilar información de seguridad nacional en todo el territorio mexicano. Los CRFIs tienen una historia macabra, pues fue uno de ellos el que se utilizó para espiar a los normalistas de Ayotzinapa. Hoy sabemos que el espionaje sirvió para informar a las autoridades militares, más no para salvar la vida de los estudiantes.

El que el ejército realice actividades sin la anuencia del poder civil no es nuevo. De hecho, el Ejército mexicano está acostumbrado a ser bastante independiente por motivos históricos. Las relaciones entre el poder militar y civil actuales se pactaron en 1946 cuando Miguel Alemán, el primer presidente civil desde la Revolución Mexicana, tomó el poder. Las fuerzas armadas accedieron a tener un mando civil bajo la condición de que se les diera autonomía en el manejo de sus políticas internas, regulaciones y presupuesto. Este pacto fue relativamente exitoso, pues creó incentivos para que el ejército se despolitizara, profesionalizara y aislara. Gracias a ello, México se convirtió en uno de los pocos países Latinoamericanos que no sucumbieron ante un golpe militar.

Mantener este equilibro cívico-militar requirió aceptar protocolos informales que perduran hasta nuestra era. Por ejemplo, se permitió que las leyes militares fueran redactadas por el ejército y aprobadas por ambas cámaras prácticamente sin discusión. Así mismo, se generaron tradiciones que de facto limitaban el poder de decisión del presidente sobre la selección de mandos altos militares.

Pero, sobre todo, el equilibrio se mantuvo porque nunca se permitió que el Ejército tuviera control de actividades especializadas que los volvieran imprescindibles para el poder civil. Al no tener control sobre nada relevante, el Ejército era inocuo. Incluso, Jorge Castañeda, en calidad de secretario de Relaciones Exteriores de Fox, llegó a declarar que se deseaba que el Ejército fuera "totalmente inútil, ¿por qué?, Porque esos ejércitos no derrocan gobiernos".

La inutilidad del Ejército se acabó con López Obrador. Ahora el Ejército ha tomado control de todo tipo de actividades anteriormente realizadas por grupos civiles, acciones que van desde lo mundano, como la jardinería de Palacio Nacional, hasta lo más delicado, como la labor de protección del presidente que anteriormente realizada el Estado Mayor Presidencial.

El Ejército y la Marina está a cargo de la administración del Tren Maya, los nuevos aeropuertos de Tulum y Chetumal, la construcción del Aeropuerto Felipe Ángeles, los cuarteles de la Guardia Nacional y nuevas sucursales de los Bancos del Bienestar, la seguridad del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, la administración de aduanas fronterizas y marítimas. Las Fuerzas Armadas ahora tienen una empresa llamada Olmeca-Maya-Mexica que los ayuda con aspectos administrativos, y hasta estuvieron de gestionar la extracción de Evo Morales de Bolivia en 2019.

No hay duda de que estamos ante un escenario peligroso. Anteriormente, la naturaleza autónoma y secreta del Ejército se circunscribía a ámbitos militares limitados. Hoy toca cada vez más esferas de la vida pública con la misma discrecionalidad. Más aún, el poder civil cada vez se vuelve más dependiente de ellos. La pregunta es en qué momento, al seguir este camino, López Obrador dejará de ser el comandante de facto de las Fuerzas Armadas y comenzará a ser su subordinado.