Columnas > EL MENSAJE EN LA BOTELLA

El Capo

El hombre dominaba a su gente con una sola mirada, que reflejaba toda la fiereza que había en su interior. Su apodo, muy pocos se atrevían a mencionarlo pues reflejaba todas las crueldades que en su vida como criminal había sido capaz de hacer. La mayoría prefería llamarlo simplemente “señor”. Se decía que no tenía amigos ni le interesaba tenerlos; él solo buscaba sobrevivir un día a la vez, apoyándose en la gente que le resultaba útil y respaldado por el gran poder del dinero, que era algo que sí tenía de sobra.

Alberto era un joven de 14 años, de mirada tierna y suave voz. Parecía tener un ángel que le proveía de un aura de carisma, a pesar del aspecto siempre desaliñado que tenía. La orientadora vocacional de su escuela secundaria constantemente lo tenía que recibir, reportado, por no traer uniforme completo, no traer los zapatos reglamentarios y otras faltas menores parecidas. A fuerza de tanto recibirlo en su oficina, ella empezó a conocer un poco más de su vida. Se dio cuenta de que normalmente iba a la escuela sin comer, a pesar de estar en el turno vespertino. Siempre que le era posible, le daba algo de dinero para que comiera, y Alberto, agradecido, volvía a su oficina para que ella viera que realmente había comprado comida y no malgastado el dinero.

El Capo

Vidas paralelas

El capo leyó en las noticias la cantidad de bajas que había habido entre su gente en su última incursión en contra de las autoridades. Estuvo tentado a sentir un poco de compasión por esas personas y sus familias, pero eso era algo que en su mundo no podía permitirse. Como siempre, trataría de dar apoyo a esas familias, especialmente a las que habían quedado con niños pequeños huérfanos. De entre todas las tristezas que le rodeaban, esa era una de las que más le afectaban, el pensar en niños y jóvenes que crecerían desamparados. De alguna manera, eso parecía remontarlo a algunas épocas de su pasado.

Alberto se esforzaba por hacer amigos en la escuela, pero muchos lo evadían a causa de su aspecto descuidado y porque, según decían ellos mismos, “siempre nos anda pidiendo de nuestro lonche”. Tratando de ayudar un poco más a Alberto, la orientadora citó a sus padres para hablar con ellos. Su padre era un hombre que no intervenía ni parecía tener una opinión de nada. Se limitaba a atender su trabajo en un bar durante todo el día, y dejar los asuntos de la casa a su esposa. La mujer padecía de alcoholismo. Desde que le amanecía empezaba a consumir, de manera que cuando llegaba el momento de mandar a Alberto a la escuela, ella no sabía si había comido, si llevaba todas sus tareas, libros, etc. La orientadora trató de motivarla para que consiguiera ayuda profesional para librarse de esa enfermedad, pero ella no mostró interés, aduciendo que había empezado con ese vicio desde su adolescencia, para olvidar los abusos (de todo tipo) a los que su padre los sometía a ella y a todos sus hermanos. Cuando la orientadora le preguntó “¿Y por qué tiene Alberto que pagar por las culpas de su abuelo?” a la mujer se le lloraron los ojos, y por un momento pareció recapacitar, pero el fantasma del alcoholismo volvió pronto a aparecer, llevándosela de nuevo al oscuro abismo donde habita, haciéndola olvidarse de tratar de ayudar a su propio hijo.

“Para olvidar”

El capo terminó de introducir la sustancia en su vena. Un alarido terrible surgió de sus entrañas. A su lado, sus hombres de confianza temblaron. Sabían que después de eso, aflorarían todos los demonios que su señor llevaba dentro, y cosas terribles sucederían a continuación. Sabiendo el daño que eso le provocaba, uno de sus hombres se atrevió a preguntarle “¿por qué hace eso, señor?”. La respuesta del hombre fue escueta: “Para olvidar”.

La orientadora vio llegar a Alberto y bajarse de un lujoso auto negro. Temerosa de confirmar sus sospechas lo llamó y se dio cuenta de que iba drogado. A pregunta expresa, él le confirmó “me fumé dos cigarrillos de mariguana”. Lo acompañó a su casa y le expuso a su madre lo ocurrido. La mujer solo se encogió de hombros y le ordenó a su hijo que entrara. Esa fue la última vez que la orientadora vio a Alberto. Antes de retirarse lo tomó del brazo y le dijo “¿por qué lo hiciste, Alberto?”. Él solo respondió “Para olvidar”.

En algún momento, estas dos historias se unieron, pues el capo y Alberto son la misma persona.