Japón: atrapado en un estímulo permanente
Las inyecciones monetarias y fiscales no dan los frutos esperados y el gobierno pierde la ocasión para realizar reformas
Japón ha inyectado en los últimos seis años más de 4,9 billones de dólares a su economía para deshacerse de la deflación crónica e impulsar el crecimiento de un país estancado desde hace décadas. Pese a que la cantidad de la transfusión es tan alta que incluso supera el valor de la propia economía, ninguno de estos dos objetivos ha sido alcanzado. Mientras otros importantes bloques como EE UU o la Unión Europea (UE) tratan de normalizar su política monetaria, el experimento al que se sometió la tercera economía mundial no solamente está lejos de terminar, sino que asoma al país al horizonte de tener que vivir permanentemente bajo unos estímulos que por sí solos no han funcionado.
El primer ministro nipón, Shinzo Abe, se embarcó en un programa de estímulo sin precedentes en el año 2013 con la complicidad del gobernador del banco central, Haruhiko Kuroda, para revitalizar una economía japonesa que llevaba dos décadas estancada. A través de la compra masiva de activos de renta fija se inyectó liquidez de forma masiva con el objetivo de bajar los tipos de interés —actualmente en terreno negativo—, lo que debería haber facilitado que tanto consumidores y empresas gastaran más dinero y, por tanto, dar un empuje a la economía del país. Abe, desde el Gobierno, acompañó a Kuroda con un aumento considerable del gasto fiscal para, en parte, sufragar los gastos derivados de la construcción de infraestructuras de los Juegos Olímpicos de Tokio en 2020.
La política del primer ministro, conocida como Abenomics, cosechó algunas pequeñas victorias, como la súbita depreciación del yen frente al dólar que impulsó el potente sector exportador japonés, especialmente sus grandes empresas, que cosecharon pingües beneficios. Pero el círculo virtuoso allí se quedó: estos beneficios no se han traducido en más inversión o mejoras salariales para los empleados, con lo que nunca se ha logrado dar un impulso definitivo al consumo de las familias, el gran motor de la economía nipona.
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El objetivo de Kuroda, basado en bombear dinero hasta lograr una tasa inflación del 2% que activara el engranaje de la actividad económica, tampoco se ha logrado y los precios crecen actualmente alrededor del 1%. Y, si bien Japón registró tres años consecutivos de expansión por primera vez desde los años ochenta, esta racha nunca tuvo la fuerza suficiente y se truncó en el tercer trimestre de 2018.
“La idea era dar un impulso a la economía con una combinación de políticas expansivas y, una vez encaminada esta recuperación, se suponía que el Gobierno implementaría programas de reformas estructurales difíciles de acometer. Sin embargo, el crecimiento se detuvo abruptamente al aumentar el IVA en 2014 y no se logró un progreso significativo en las reformas”, diagnostica Kohei Iwahara, economista de Natixis para Japón.
Entre estas reformas pendientes está principalmente la flexibilización del mercado de trabajo, una medida enormemente impopular porque abarataría el despido y provocaría un aumento del paro a corto plazo. La actual tasa de desempleo en el país se sitúa en el 2,5%, en mínimos del último cuarto de siglo. También han quedado a medio camino las iniciativas para promover la incorporación de la mujer en el mercado laboral. Algo más se ha avanzado en las políticas que favorecen la necesaria inmigración en un país en el que la fuerza laboral no es suficiente o en la apertura de sectores protegidos con la firma de dos tratados de libre comercio: el que abarata los intercambios con la UE y el revitalizado Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico con varias economías asiáticas y americanas.
Pero si Abe y el partido conservador no han actuado en los tiempos de vacas gordas pese a contar con una holgada mayoría en el Parlamento nipón, menos lo harán ahora. Las perspectivas de un menor crecimiento global, particularmente en China, son un riesgo para una economía dependiente de sus exportaciones. A finales de este 2019, además, está prevista una nueva subida del IVA, del 8% al 10%, que ayude a financiar los costes crecientes de seguridad social para una población cada vez más envejecida y controlar una deuda pública que alcanza el 253% del PIB. Es muy probable que este nuevo aumento de impuestos impacte negativamente sobre el consumo. Las encuestas muestran que la confianza de los hogares está en su nivel más bajo desde que Abe llegó al poder en 2012 ante las pobres perspectivas de mejoras salariales.
Munición gastada
Con este panorama, nadie espera que la política monetaria de Japón tome un camino hacia la normalidad a corto plazo. “Tanto el Gobierno como el Banco de Japón han perdido mucha munición para estimular la economía. Las reformas estructurales son cada vez más difíciles de aplicar porque los medios para contrarrestar sus efectos negativos son limitados. Por tanto, la economía japonesa será cada vez más sensible a lo que ocurra fuera de sus fronteras”, dice Iwahara.
La incertidumbre generada por la guerra comercial entre EE UU y China, por ejemplo, ya ha afectado severamente a los mercados financieros del país. El principal índice de la Bolsa local, el Nikkei, perdió en 2018 un 12% de su valor, la primera vez en siete años que termina un ejercicio en números rojos. Y, como suele ocurrir en tiempos de volatilidad, el yen se erige como activo refugio para los inversores y se aprecia frente al dólar. Un yen fuerte es, además del fantasma de la deflación, el otro gran dolor de cabeza del banco central nipón.
Kuroda ya ha anunciado que el masivo programa de compra de activos permanecerá hasta que se alcance el deseado 2% de inflación y que actuará si los riesgos para la economía japonesa aumentan durante este 2019. La cuestión es qué alternativas le quedan a él y a su equipo si la tercera economía mundial recibe un golpe fuerte, interno o externo, que desmonte el frágil equilibrio sobre el que se sustenta.