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Viaje al centro de la leyenda: José Alfredo Jiménez

Cuando se cumplen 50 años de la muerte del rey de las rancheras, su figura se disputa entre las luces de un músico brillante y las sombras de un hombre consumido por el alcohol y acusado de maltrato

José Alfredo Jiménez.Viaje al centro de la leyenda: José Alfredo Jiménez

Ciudad de México.- Es la década de los sesenta y en una habitación preadolescente del Distrito Federal suena el primer disco de los Beatles.

El vinilo gira bajo la aguja de un pequeño tocadiscos, uno de esos que al cerrarse se convierte en una maletita. Esta es de color rosa, un regalo que José Alfredo Jiménez ha traído para su hija Paloma desde Los Ángeles, probablemente tras una de sus últimas giras.

  • Se lo compró a su amigo Larry, que tiene una tienda de electrodomésticos en la ciudad de Hollywood. Padre e hija suelen pasar las tardes escuchando música juntos, tumbados en la cama de Paloma.

Son los años en los que el rock and roll empieza a poner patas arriba la industria musical y el cantante, el rey sin trono de la música ranchera, mira con curiosidad y recelo el avance imparable de esa corriente de guitarras eléctricas y tipos estrafalarios.

Él, tras sus giras, suele traer a casa discos de los artistas que triunfan en el extranjero, como Elvis, otro tipo de rey al norte de la frontera, pero el álbum de los Beatles lo ha comprado Paloma.

Y al compositor de "Que te vaya bonito", quizá la despedida más hermosa, digna y desgarradora de la historia de la música, le encantan los cuatro melenudos de Liverpool. "Estos sí son muy buenos músicos", le dice a su hija. Otras tardes busca respuestas en el viento con Bob Dylan o se pierde en la psicodelia de Pink Floyd, en los que le introduce su otro hijo, José Alfredo Jiménez Jr.

RECUERDO

La leyenda cuenta que José Alfredo era el cantante de las cantinas, la parranda y el exceso, pero "Cuando estaba en casa, quería estar ahí", replica Paloma (69 años), que seis décadas después todavía atesora en la memoria aquellas tardes con su padre.

Lo mismo escuchando rock en inglés que tangos de Carlos Gardel o los álbumes recién salidos del horno del propio compositor. "Venía con el disco bajo el brazo, como el pan calientito", recuerda. "Siempre había música en casa".

El 23 de noviembre de 1973, José Alfredo Jiménez murió de una cirrosis hepática en un hospital de la capital mexicana a los 47 años. Cincuenta años después, su figura ha crecido hasta convertirse en una quimera mitológica; un personaje polémico envuelto en la niebla de la leyenda, difícil de disipar para llegar a la persona de carne y hueso. Joaquín Sabina dijo una vez que el cantante "encarnó el alma de México (lindo y querido) como nadie en este siglo".

Las voces críticas le replicarían que, de ser así, podría simbolizar también su cara oscura, la del machismo y la masculinidad violenta: fue acusado de maltrato por su última pareja, Alicia Juárez, fallecida en 2017.

A José Alfredo, la prensa, la televisión y el cine le hicieron un traje a medida: el del hombre de campo, rudo, pero cariñoso; mujeriego, pero familiar; generoso, intempestivo. Y los lugares comunes lo encumbraron como una suerte de autor de la marginalidad. "El gran poeta popular del siglo XX en México", lo definió Carlos Monsiváis.

Un vaquero sentimental que compuso la banda sonora de los borrachos despechados —"la épica de la embriaguez", resumió, de nuevo, Monsiváis—. Dicen los que lo conocieron que definirlo no es fácil: el compositor fue un hombre de extremos, con tendencia a la depresión y la euforia; la ternura y, en ocasiones, la violencia.


Un charro de ciudad

Si para algunos José Alfredo es el símbolo del hombre mexicano del siglo XX, su tierra, Guanajuato, podría ser un fotograma del México de las películas de la Revolución.

El polvo y los cerros, los nopales y las vacas, las aldeas fantasmas a orillas de la carretera. El cantante nació en 1926 en una casa del centro de Dolores Hidalgo, el pueblo que lleva la patriótica etiqueta de ser la "cuna de la independencia nacional"; donde, en 1810, Miguel Hidalgo hizo sonar la campana de la iglesia en lo que fue el pistoletazo de salida de la independencia mexicana.

Cuando el cantante llegó al mundo, aquella efeméride política ya quedaba lejos. Era la década posterior a la Revolución, tiempo de nacionalismo, promesas y patrias.

El Gobierno buscaba consolidar la idea de una única identidad mexicana en un país tan inabarcable y diverso como México. Eligió la figura del charro, el estereotípico hombre de campo con su eterno sombrero calado, el papel que José Alfredo representó toda su vida frente a los focos.

Visitar la casa en la que creció, hoy un museo sobre su figura, ayuda a ver lo alejado que estaba en realidad el cantante de ese símbolo rural. La residencia no es, ni mucho menos, la casa de un campesino, sino la de una familia de provincias acomodada para la época. Es uno de esos hogares típicos del campo mexicano: de un solo piso, sin ventanas al exterior, pero con tres patios interiores en torno a los que se encuentran las habitaciones. Su padre fue el primer farmacéutico del pueblo, un puesto por aquel entonces bien situado.

"El problema es cuando el papá se muere en 1936. Para José Alfredo es un golpazo y tiene que ir a [Ciudad de] México a ganarse la vida", narra José Azanza (62 años), sobrino del cantante y director de la casa-museo, durante una visita guiada.

Tras la conmoción por la muerte de su padre, con 10 años el cantante se muda a la colonia Santa María de la Ribera, en el Distrito Federal, junto a su tía Cuca. Compone sus primeras canciones a silbidos — preocupado por perder su toque, nunca llega a aprender lenguaje musical—. Deja los estudios en la secundaria. Comienza a trabajar en un restaurante. Forma el trío musical Los Rebeldes, con el que recorre los bares y balcones del barrio serenando a los vecinos a cambio de unos pesos. En una carambola de la vida, juega de portero —el fútbol, tras la música, es su gran pasión— en primera división, primero en



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