Destruir, dijo él. Puro teatro
Mario Gas prima la belleza del texto de Camus y hace que suene con brillo y claridad, aunque algo más de ritmo no le vendría mal
Calígula es un nihilista adolescente que quiere acabar con la falsedad del mundo. Su gasolina es el desprecio. El problema es que tiene un mando absoluto y busca una libertad sin restricciones: la suya. Robar y ejecutar sin tapujos, llevar la lógica del poder hasta la locura más feroz. O igualar la ciega crueldad de los dioses y ver lo que sus súbditos pueden soportar: darles lecciones de abismo, convencido de que “solo el odio vuelve inteligentes a los hombres”. Podría ser un personaje perfecto para la Historia universal de la infamia, de Borges: el dictador que intensifica su tiranía para generar revuelta y, de paso, morir por ella. El coronel Kurtz de El corazón de las tinieblas, de Conrad (y Apocalypse Now, de Coppola, claro), es un Calígula adulto que alza su reino en la jungla.
PROTAGONISTA
Pablo Derqui, su deslumbrante protagonista, parece aquí un primo hermano del Roberto Zucco que hizo a las órdenes de Julio Manrique. Zucco y Calígula son “puros en el mal”. Y dos rotundos hijos de perra, no hay que olvidarlo. Derqui desborda presencia y elocuencia. Hace un trabajazo, una interpretación febril, poética sin subrayados, pletórica de matices: psicópata autodestructivo, niño perdido que acaba de descubrir el sinsentido existencial. Nunca sabes por qué esquina te saldrá. Sonriente y temible, me recordó mucho a Jude Law en The Young Pope.
Paco Azorín firma una escenografía de frontispicio tendido, a lo Peduzzi. Elegantes figurines de Antonio Belart: trajes blancos, chaqué negro para Helicón, lujoso vestido de noche para Cesonia. No cuesta imaginar que la versión sucede en el último verano de la República de Saló. Parece que el principal objetivo de Mario Gas ha sido primar la belleza del texto de Camus (muy bien traducido por Borja Sitjà) y hace que suene con brillo y claridad, aunque algo más de ritmo no le vendría mal.
Chirrían un poco los pasajes de locura danzante, cuando Calígula juega a ser Venus. Gas le disfraza de Bowie a los sones de Let’s Dance, secundado por Mónica López y Xavier Ripoll travestidos como Joker y la Máscara. Derqui baila muy bien y la escena es graciosa, pero me sacó brevemente fuera de la obra.
Más de la sección
Debo haber visto Calígula cinco o seis veces a lo largo de los años, y hasta la otra noche no reparé en su posible fallo estructural. Hay dos tipos de personajes: los fuertes, que plantan cara dialécticamente al emperador, y los débiles, que se limitan a padecerlo. Los fuertes tienen, pues, voz, peso y tensión dramática. Quereas es el raisoneur. Habitualmente lo hace un actor maduro, y es buena idea que Gas se lo haya repartido a Borja Espinosa, un actor joven, ideal para revelar su juego con valor y radiografiar a la bestia en dos frases: “Debes morir porque en ti no hay nada digno de ser amado. Porque tengo ganas de vivir y ser feliz, y eso no puede hacerse empujando el absurdo hasta las últimas consecuencias”. Helicón es el liberto fiel, que Xavier Ripoll, perfecto de voz e intención, interpreta como un fool inquietante, burlón y más sincero de lo que parece. Bernat Quintana es Escipión, el joven poeta, escindido entre la compasión y el odio: Calígula, al que admira, mató a su padre. El careo es una gran escena porque vemos a dos poetas bañándose en el mismo río: “La misma llama nos quema el corazón”, dice Escipión. De hecho, el careo se divide en dos partes, quizás demasiado cercanas. Y tan poderosas que anulan de un plumazo y reducen a un chiste reiterativo el posterior desfile de los poetastros.
Me temo, pues, que patricios y cortesanos parecen estar ahí un poco de comic relief, para que el niño terrible se chotee de ellos o les envíe al patíbulo. No cambian: solo tienen más o menos miedo. Pep Molina, Pep Ferrer, Ricardo Moya y Anabel Moreno defienden sus roles, pero tienen poca tela que cortar, y además tardan lo suyo en darle matarile: bueno, suele pasar.
El precioso diálogo final de Cesonia y Calígula es para mí el punto más alto de la función: Mónica López sirve una Cesonia entre amante y madre, con potencia shakesperiana, en uno de sus mejores trabajos. Ese pasaje en el que ella camina por amor hacia la muerte y él muestra rotundamente la pureza enloquecida del asesino me hizo pensar en Genet. Están muy cerca: Notre Dame des Fleurs es de 1944 y Calígula de 1945.
El espectáculo ha tenido una formidable acogida, con público puesto en pie, tanto en Mérida como en el Grec, aunque yo creo que a esta función le van mucho mejor los espacios cerrados porque, en esencia, es una sucesión de diálogos, lo que los ingleses llaman una conversation piece. Tengo muchas ganas de repescarla en un teatro a la italiana, donde pueda ver la incandescencia en los ojos de los intérpretes.