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Vicente Saldívar

Vicente Samuel Saldívar García, riguroso peleador que disponía de un arma letal: una mano izquierda tremenda, por ello lo bautizaron El Zurdo de Oro. Pupilo de Antonio El Negro Pérez. Debutó en 1961 y tres años más tarde se hacía del cinturón nacional Pluma, a costa de su compañero de establo Juanito 'El Pastelero' Ramírez. Se limitó a defender en un par de ocasiones su corona, llevaba prisa por conquistar el título mundial.
  • Por: Primera de dos/El Mañana
  • 29 / Septiembre / 2013 -
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Así que ha decidido hacer una galería de fantasmas, señor periodista, y en esa galería me ha incluido a mí, sin preguntarme si quiero formar parte de ella, ¿le parece honesto? ¿Con base en qué se ha dado a esa tarea? ¿Quién le ha dado permiso para retratarnos, para utilizarnos con tanta libertad literaria? Mejor no me diga nada, después de todo, en este reino ya no importan las famas, ni los egos; aquí, en este frío, el ego ha desaparecido, como el alma, los sabores y los olores, haga lo que quiera con sus escritos.
La vida es sólo un poco de tinta sobre un papel que fue blanco y poco a poco se fue descomponiendo hasta parecerse a ese color estraza con el que en mis tiempos los vendedores solían envolver las acelgas o las espinacas, pero dígame señor periodista, ¿se le ha ocurrido -entre tanto divertimento literario como pomposamente lo llama- escribir de boxeo? No de boxeadores, sino de boxeo, de lo que sucede dentro de ese ambiente apestoso que tanto seduce a quienes lo miran desde afuera, quienes no soportarían un solo día viviendo dentro de él.
Ustedes los periodistas son tan comunes, tan obvios, tan -perdóneme- simples; las historias con las que llenan las hojas de los diarios, con las que agotan los tiempos de la radio y de la televisión, llegan a ser cursis algunas veces, cómicas en otras, falsas en muchas más, lamentables siempre.
Escriben con tanta ligereza que su prosa me produce aún cierta alergia.
Van tras un boxeador con las mismas preguntas inútiles pero sensacionalistas, buscando el punto de quiebre de nuestras existencias en la infancia, la pobreza, el alcohol, las múltiples mujeres, cosas sin sentido, pero que sus jefes adoran; ponen un poco de sazón aquí, inflan por allá, mienten por aquí y por allá, todo con la maldosa intención de cautivar al lector, de hacerlo comprar por unos cuantos pesos una historia que les entretenga en el metro, en el camión, en el parque.
No ponga esa cara señor periodista, no se ría, no quiera decirme que está de acuerdo conmigo.
Ustedes se contentan con impactos, con golpes, con primeras planas, que se mueren al anochecer, porque mañana llega otra nota que derrumba a la anterior y a la anterior, y así su mundo puede borrarse fácilmente; sólo dura en la medida en que son perdurables sus anécdotas, sus cotidianas anécdotas.
¿Qué es el periodismo? El alimento del olvido, no lo olvide, pero dígame, ¿para qué me busca?, ¿para entrevistarme? No me haga reír, ¿de cuándo acá es necesario buscar a alguien para hacerle un reportaje?, ¿de cuándo acá? Se pueden decir tantas cosas de una persona, y eso usted lo sabe más que yo, que lo menos importante es ir a buscarla para saber si es cierto o mentira lo que dicen de ella.
Golpe, impacto, dolor, esos son los impulsos de su trabajo, luego basta con poner un poco de grasa en la herida y listo: el efecto se ha consumado, pegar, sobar, pegar y sobar, volver a pegar, nocaut.

Insiste en que le diga qué fui, quién fui, cómo fui.
Pues se lo diré, ya no tengo empacho en decir nada; acá el empacho es una pésima metáfora.
Le diré, no porque me haya caído bien, ni porque tenga ganas de contarlo; le diré lo que quiera porque me da lo mismo hacerlo que no hacerlo.
No gano nada de cualquiera de las dos maneras, así que ¡bah! Dígame qué quiere saber, ¿mi nombre, dice? Vicente Saldívar, campeón mundial de los Pluma desde 26 de septiembre de 1964, cuando acabé con Ultiminio Ramos, en el Toreo de Cuatro Caminos, hasta el 11 de diciembre de 1970, cuando perdí en Tijuana ante Kuniaki Shibata.
Me retiré entre 1967 y 1969, ese año gané por segunda ocasión, el cinturón mundial ante José Lagra, en Los Ángeles.
Quiero decir segunda vez porque no perdí nunca el primero.
Me retiré y regresé como campeón del mundo, combatí en cuarenta peleas, gané 37, 26 por nocaut y perdí solamente tres, dos de ellas en mis últimas tres salidas.
¿Se impresiona? La verdad es que yo mismo a veces me impresiono de mis números, fui extraordinario, dicen, y la verdad es que creo que tienen cierta razón.
Fui extraordinario, pero eso fue hace mucho, mucho.
Viví 42 años, y llevó ya 27 en este impasse del alma, desde aquel ataque al corazón.
Me retiré hace casi cuarenta, hablamos de un peregrino que acaso dejó un tic sobre la tierra.

¿Lugar de nacimiento? Eso no le importa a nadie, tampoco en dónde dejamos el último suspiro.
Ni el primer aliento ni el postrero importan un carajo, dispénseme la palabra.
De hecho, si se pone a pensar bien, tampoco importa mucho lo que hicimos, lo que sentimos, eso que usted llama "lo que fuimos".
Nada importa, todo es artilugio; nada ha sido, ni yo, ni usted.
Cuando nos cubre la tierra somos más contemporáneos de los hombres de la era de piedra que de la que vivimos.
La vida es una pelea de presentes, cuando se acaba, cuando suena la campana, nos invade el pasado y pasado seremos hasta siempre, hasta el último futuro, hasta el día.
¿Me entiende? Eso espero.

Déjeme le cuento algo.
¿Sabe qué dijo El Negro Pérez, quien fue mi representante, cuando Román Vidal Tamayo lo entrevistó, tiempo después de mi muerte? ¿Lo sabe, no? Me lo imaginaba.
Dijo que lo que le llamaba la atención de mí eran el aplomo y la seriedad, que era un hombre inteligente y con gran capacidad discursiva, lo que revelaba una amplia cultura, que de no haberme dedicado al boxeo hubiera destacado en casi cualquiera otra actividad.
¿Cómo decirle a mi querido Negro que me dediqué a la única actividad que no es cualquier actividad, que me dedique al boxeo porque tenía muchas cosas qué decir y contar sobre él, sin decir y sin contar una sola palabra de él, del boxeo? ¿Acaso no esa la única forma de contar y revelar?
Toda esta vanidad fatua me aburre, señor periodista.
Verlo no me alimenta, no cambia en nada lo que pienso de su profesión; tampoco me hace más liviano.
Quizá cuando deje de importunarme reposaré lo que he dicho y me sentiré, eso sí, más aliviado, más alejado de todo, más en el lado de acá en donde ya no llegan las voces de la arena, ni las estrellas ni los políticos que me usaron, como a todos los boxeadores, para legitimar sus poses de luminarias.
¿Luminarias de qué, de qué? Si, en el fondo, eran peores que el peor de nosotros.
¿Se ha puesto a pensar, señor periodista, que la vida de los boxeadores es de una transparencia abrumadora? Todo el mundo sabe si el campeón ha ido o no a entrenar, si bailó en tal tugurio, si bebió hasta altas horas de la madrugada, y luego al otro día, y al otro, y al otro, todo mundo está pendiente de cada cosa que hacemos.
Y, en eso, ustedes, los señores de la prensa, han tenido tanto que ver que si usted tuviera un poquito de vergüenza no vendría a buscarme ni intentar realizar ese panfleto literario sobre el boxeo mexicano.
Ja, de sólo pensar en lo que escribirá me viene una risa malsana al estado de ánimo, vanidades, puras vanidades, piense en las estrellas del espectáculo, las mujeres, las vedettes, como las llamaban, y tenga el buen gusto de mencionarme a la mujer con la que estuve casado y llevaba un apellido de reyes sin ser reina.
Piense en los políticos, desde diputados hasta presidentes, que tanto "gustaban del ambiente", siempre ocultan algo, siempre tienen sus secretos bien escondidos; sólo hasta que se aproxima su final, sale por ahí una autobiografía y los ojos del respetable se abren llenos de asombro, como si no supiera nada.
Bah, siempre se sabe todo, pero nunca es conveniente decir ni asumir lo que se sabe, es mejor guardar un poco de silencio hipócrita, ¿acaso no es la hipocresía lo que da forma a las sociedades, a las familias y a las parejas? Los hombres y las mujeres no soportan la verdad, se acomodan a una forma de verdad que no duela, que no lastime, que no tenga espinas, tampoco es tan cierto que los boxeadores seamos puras espinas.

Entiéndame, las espinas son tan falsas como las rosas, pero las sociedades necesitan crear las figuras espinosas, y ese ha sido el papel que han querido darle a algunos boxeadores, al boxeo en general: que es nocivo, que es peligroso, que es retrógrado.
Pero las arenas están llenas y la televisión tiene altos niveles de raiting, y se hacen libros, como este que usted escribe, y reseñas, películas y poemas, más en esta era neokitch que impera en casi todo, el boxeo, señor periodista, es lo más cercano a la verdad que conozco y no sé qué es la verdad, nunca quise saberlo, desconocí el budismo, el misticismo y los misterios.
La manga de mi hermana, lo más místico que conozco es el sufrimiento del gimnasio; ni San Francisco, señor periodista, ni San Francisco aguantaría esos días eternos en el gimnasio, ese sufrimiento intenso para darle forma, fuerza y vitalidad a un cuerpo que soportará uno a uno, decenas, centenas, miles y miles de guamazos.

¿Y todo para qué? Para llegar al campeonato nacional, al mundial, al combate delrefrendo.
Sí, ¿y luego?, y luego, nada, nada.
¿Dinero?, pregunta usted; ¿conoce algo más volátil, más barato y más asqueroso que el dinero? Con lo que gané, al final, ya al final, no pude comprar un día más, ni más estrellas para mi última noche, ni la oportunidad de ver a mis hijos por un segundo más, ni un último manjar para mi ya cadavérica boca.
No pude comprar un minuto más, de modo gue el dinero es una mercancía que no puede comprar las grandes mercancías de la existencia.

Tampoco el dinero me sirvió para tener mi izquierda de plomo y mis series de golpes seguiditos como gotitas asesinas gue rompen todo por insistencia, ni mi físico de perfecto Pluma, ni el movimiento de mis piernas, siempre coordinadas, ni mi forma de caminar en el ring, cadenciosa y bailarina, ni mi estilo, atinado y preciso, puntual y exacto.
Tampoco pudo comprar el sucio dinero la felicidad que sentí de estar en los Juegos Olímpicos de Roma, ni pudo evitar la frustración que sentí al perder ante el suizo Chevret.
El dinero, y gané mucho, no sirve de nada si no hay sustancia, si no hay corazón.
Es hora de que varios lo vayan sabiendo: el dinero no compra lo que la naturaleza no vende y, hasta donde sé, la naturaleza no tiene puesto en ningún mercado.
Somos tan insignificantes, señor periodista, tan poca cosa en el discurso celestial, que parece increíble tanta farsa, tanto consumo, tanto vacío, tanta religión, tanta idolatría.


Continuará.
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