Inmigrantes del norte de Texas viven en el limbo
El camionero poda el césped de su casa en Texas durante una tarde ventosa, en un pueblo tan tranquilo que es posible dar paseos vespertinos en medio de la avenida principal
Los inmigrantes haitianos, Kevenson Jean, un chofer de camión, y su esposa Sherlie Jean, quien trabaja en el sector de la comida rápida, posan para una fotografía frente a su vivienda rentada en Panhandle, Texas.
PANHANDLE, Texas
El camionero poda el césped de su casa en Texas durante una tarde ventosa, en un pueblo tan tranquilo que es posible dar paseos vespertinos en medio de la avenida principal.
Kevenson Jean partirá a otro viaje largo al día siguiente, y quiere que todo esté en orden en la casa de dos dormitorios que comparte con su esposa en el pueblo de Panhandle, en la franja norte del estado. Así que, después de pasar la podadora, arranca con cuidado el pasto que crece alrededor de las astas para bandera de su jardín delantero. En una ondea la bandera haitiana; en la otra, la estadounidense. Ambas están desteñidas debido a los rayos solares.
La joven pareja huyó de la violencia que se ha apoderado de Haití, y hasta hace unos meses creía que podía vislumbrar el “sueño americano” a cierta distancia en su futuro.
Ahora están inmersos en la confusión y el miedo que se extienden por las comunidades de inmigrantes que salpican esta región. Durante generaciones ha habido aquí recién llegados que vienen a trabajar en las enormes plantas de la industria cárnica, surgidas a medida que el estado se convirtió en el principal productor de ganado de Estados Unidos. Pero cuando el presidente Donald Trump tomó medidas para eliminar las vías legales que inmigrantes como los Jean han utilizado, su futuro se tornó incierto, al igual que el de las comunidades e industrias de las que forman parte.
“No somos delincuentes. No quitamos empleos (a los) estadounidenses”, declaró Jean, cuyo trabajo de transportar carne y otros productos ya no atrae a tantos choferes nacidos en Estados Unidos como solía hacer.
Él ha ganado más dinero del que jamás imaginó, y ha descubierto los placeres de la cerveza Bud Light, la pesca y los Dallas Cowboys. Cuando su esposa Sherlie no está en uno de sus dos trabajos en el sector restaurantero, lee novelas románticas de bolsillo —cuyas portadas están inundadas de mujeres que se desmayan de pasión— para practicar su inglés.
“Hicimos todo lo que nos pidieron que hiciéramos, y ahora nos tienen en la mira”.
“Váyanse de Estados Unidos”
El mensaje fue contundente.
“Es hora de que usted se vaya de Estados Unidos”, escribió este mes el Departamento de Seguridad Nacional en un correo electrónico enviado a algunos inmigrantes que tenían permiso legal para vivir en el país. “No intente quedarse en Estados Unidos: el gobierno federal lo encontrará”.
Esto es lo que Trump había prometido desde hace tiempo.
La inmigración a Estados Unidos —la legal y la de personas sin autorización— aumentó durante el gobierno del presidente Joe Biden, y Trump transformó ese dato en una visión apocalíptica que tuvo gran repercusión entre los votantes.
La retórica de la Casa Blanca se ha centrado en la inmigración ilegal y en el número relativamente pequeño de inmigrantes que ellos dicen que son miembros de pandillas o que han cometido delitos violentos. Además, el gobierno de Trump también ha intentado eliminar muchas de las vías legales para que los inmigrantes ingresen a Estados Unidos, y revocar el estatus temporal de cientos de miles de personas que ya se encuentran aquí, argumentando que sus antecedentes no fueron examinados adecuadamente.
Jean se encuentra entre los aproximadamente 2 millones de inmigrantes que viven legalmente en el país con algún tipo de estatus temporal. La mayoría han huido de países que enfrentan graves problemas: Haití, Cuba, Nicaragua, Venezuela, Afganistán, Myanmar, Sudán. A muchos se les permite trabajar en Estados Unidos, tener empleos y pagar impuestos.
En cierto modo, Jean se muestra comprensivo con la represión a los inmigrantes.
Necesidad de la mano de obra inmigrante
Las directrices del gobierno y los consiguientes enfrentamientos judiciales han dejado a muchos inmigrantes sin saber qué hacer.
Lesvia Mendoza, una maestra de educación especial de 53 años que llegó con su esposo desde Venezuela en 2024 para irse a vivir con su hijo —quien vive en Amarillo, la ciudad más grande de la región norte de Texas, y está en proceso de obtener la ciudadanía estadounidense— dijo que todo le parece muy confuso.
No entiende por qué la represión migratoria afecta a personas como ella, que llegó legalmente y nunca recibió asistencia del gobierno. Además, le parece obvio que el país necesita la mano de obra inmigrante.
De todas formas, indicó que se irá del país si se lo ordenan.
Otros no están tan seguros.
Un pueblo llamado Cactus
En lo profundo de la franja norte de Texas, donde el ganado pasta en una pradera aparentemente interminable salpicada de bombas de extracción de petróleo oxidadas, se encuentra el pueblo de Cactus.
Una mezquita de madera con una cúpula dorada se levanta entre calles de casas móviles destartaladas e iglesias para católicos, bautistas y nazarenos. Hay un restaurante somalí, una tienda de comestibles centroamericanos y un restaurante de comida tailandesa para llevar.
En el mercado Golden Lotus es posible adquirir café instantáneo vietnamita y una bebida de cereales de Myanmar. Un folleto pegado a la entrada de la tienda, escrito en inglés, español y birmano, anuncia una nueva liga deportiva juvenil: “¿Te gusta jugar béisbol?”.
“Aquí se encuentra gente de todo tipo”, dijo Ricardo Gutierrez, quien creció en Cactus. “Tengo amigos birmanos, cubanos, colombianos, todos”.
A veces, cuando sopla el viento, el olor acre del matadero recuerda al mayor empleador del pueblo. La planta cárnica, con más de 3.700 trabajadores, es propiedad de JBS, el mayor productor de carne de res del mundo.
La pérdida de mano de obra inmigrante sería un golpe para la industria.
Una vida solitaria
Mintor vive en la cercana Dumas, en una casa pequeña de una planta dividida en tres apartamentos de un dormitorio. Gana unos 2.400 dólares al mes y paga unos 350 dólares por un colchón individual en el suelo de la sala y una silla donde puede apilar su ropa. Su compañero de vivienda duerme en la habitación.
A veces le resulta imposible dormir, según dice, pues le preocupan la familia numerosa que mantiene en Haití y la posibilidad de que le cancelen el permiso de trabajo. Sobre la barra de la cocina hay varios montones de recibos de las transferencias de dinero que ha enviado a casa.
Lleva 11 meses viviendo aquí y no quiere ni pensar que lo manden de regreso. “Obedezco las reglas”, expresó. “Respeto todo”.
No tiene amigos cercanos y no sale, temeroso de meterse en problemas por alguna razón.
“Me paso el día entero sin hacer nada, y pensando”, dijo, apoyado en las paredes de estuco de la casa, junto a espacios para estacionarse hechos de hormigón que solían ser el jardín delantero. “Así que me alegra cuando llega la hora de ir a trabajar y tengo algo que hacer”.