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Una semana sin decirles ‘no’

Bombardear a los niños con una negativa constante perjudica su desarrollo, dice una corriente de psicólogos

Una semana sin decirles ‘no’

Un momento: ¿no se supone que saber decir “no” es necesario para marcar tus límites en la vida moderna? Al parecer eso excluye la relación con tus hijos. Según una corriente denominada positive parenting (“crianza positiva”) llenar de “noes” la cabeza de los niños perjudica su desarrollo. Hay estudios que afirman que educar a los hijos en positivo previene trastornos mentales en la adolescencia y les protege de la depresión, y otros sostienen que los niños que escuchan “no” muchas veces tienen habilidades de lenguaje más pobres que aquellos cuyos padres les dan respuestas más positivas.

Tampoco se trata de responder automáticamente “sí” cuando tu hija te pregunta si puede quitarle la muñeca a otra niña. La idea es conseguir que no se la quite aplicando dos técnicas principales: una, advertir de lo que podría pasar si lo hace (“si se la quitas, la otra niña podría enfadarse tanto como para soltarte un golpe”), y en segundo lugar, ofrecer alternativas atractivas (“¿y si nos olvidamos de la muñeca y nos damos un paseo en coche escuchando Despacito?”). Atractivas para ella, claro.

Así que voy a intentar este reto: no decir “no” a mis hijas durante una semana (tres niñas en una gama de edades que va de los siete a los cuatro años). El problema con ellas no son mis “noes”, sino los suyos. Ante instrucciones concisas e inequívocas como “desayuna”, “vístete”, “báñate” o “vete a la cama” responden invariablemente con un “no” en el tono de un juez de silla en el tenis. Por mi parte, el abuso del imperativo me hace sentir como un alto cargo militar, con la diferencia de que a mí me trolean. Y si me hacen caso, se lo toman en sentido literal. Como cuando llegamos tarde al colegio: les digo “¡corran!” solo para que se den prisa y lo que hacen es ¡correr!

Lunes: desparrame en la cena

Dado que el tiempo que pasa uno con sus hijos es increíblemente escaso, nos situamos directamente en la cena del primer día: más que una cena es una tertulia de Sálvame en su apogeo. Ignorando la comida, mis tres hijas no paran de hablar, chillar, reír, llorar, canturrear… Transformo mi impulso de gritar: “¡No! ¡Basta!” en un mensaje positivo hacia la mayor, de siete años, la instigadora, en un tono embaucador que intenta transmitir que la alternativa es supercool: “Si en vez de hablar tanto te centras en cenar y terminas pronto, tendrás tiempo para jugar”. ¡Qué bien me ha quedado! La niña parece que hasta se lo piensa. Pero al instante mi pareja asoma la cabeza y apostilla: “No le digas eso porque después no va a jugar, se va a ir a la cama”. Ouch.

Lección controlada

Mi pareja se ha ido a un concierto de Ricky Martin con dos amigas. Lo que me deja a mí ante un panorama mucho mejor: cena en casa con mis tres hijas. ¿O no? Todo transcurre sorprendentemente sin incidentes, y una a una van desfilando agotadas hacia sus camas. Pero la mayor propone quedarse en el salón a esperar a su madre. Y a tal efecto se tumba sobre la alfombra, en un claro dominio de la política de hechos consumados. Lograr que se levante, camine por voluntad propia a lo largo del pasillo hasta su habituación, trepe por la escalera de la litera y se tumbe en su cama, todo sin que salga un “no” de mi boca, es el desafío al que me enfrento.

Intento que visualice la situación a la que me aboca, probablemente dormida al cabo de media hora y con una cama a 1.60 de altura. Se muestra comprensiva, y al instante se encuentra escalando la litera, pero allí renueva sus reticencias, ahora exacerbadas, y se produce un pequeño forcejeo: ella intenta bajar y yo trato de que suba, por la poco delicada técnica de empujarle el trasero.

Miércoles: no sin su ‘tablet’

Seguramente debido a que mi ausencia esa tarde en el parque ha imposibilitado un necesario “no”, mi hija mayor vuelve a casa con una herida en el codo y otra en la barbilla (se cayó corriendo). Sabedora de que a un niño magullado o enfermo no se le puede negar nada, entre pucheros agarra la tablet dispuesta a meterse a Netflix.

Aunque tengo el “no” en la punta de la lengua, le sugiero que deje el dispositivo, se siente en mis rodillas y me cuente cómo se ha caído, qué tal le ha ido en el colegio… La sintonía de inicio de un capítulo de Glitter force es todo lo que obtengo por respuesta. Reitero mi tentadora oferta, convertida ya casi en un ruego, ante la cual adopta una solución salomónica: se arrastra hacia mí, se acomoda encima… pero bien aferrada a la tablet.

Absolutamente confundido (¿qué hago?, ¿cómo voy a regañarla si hasta hace un minuto estaba llorando?), acepto quedarme inmovilizado e incomunicado durante un tiempo indefinido con 20 kilos de niña encima y la visión cegadora de los estridentes colores de una serie de animación japonesa con sus correspondientes efectos de sonido. En esto se materializa mi pareja. “¿No tenías deberes?”, le pregunta. Mi hija suelta la tablet y coge el libro de mates.

Jueves: pajaritos por aquí…

Después de bañarse, y mientras se pone la pijama, la más pequeña no para de decir, por alguna razón: “pío-pío, pío-pío, pío-pío”. Resulta que no tengo hijas, tengo jilgueros. Estoy en mi despacho, trabajando, y desde luego ese mantra insistente y desesperante desbarata cualquier intento de construir una frase. ¿Cómo actuaría Félix Rodríguez de la Fuente? Trato de concentrarme en otra cosa para no oírlo, incluso llego a teclear “Iron Maiden” en Spotify con la esperanza de que sea lo único que sepulte el demencial trino. Pero este supera en intensidad hasta el heavy metal más cañero. Harto, resuelvo hacer acto de presencia en su cuarto y proferir un sonoro “¡Ssssssh!”, que no es un “no” y surte el efecto deseado.

Lograr que se levante, camine por voluntad propia, trepe por la escalera de la litera y se tumbe en su cama, todo sin que salga un “no” de mi boca, es todo un desafío.

Viernes: pisando charcos

Estoy desmoralizado. No decir “no” no sirve de nada. Lo malo del asunto es que decirlo, tampoco. Una buena prueba es la cena tardía del viernes, cuando algo se derrama el suelo de la cocina. Instintivamente exclamo: “¡No entren a la cocina!”. ¿Y qué es lo primero que hacen? Lo sé, es de manual, pero las reacciones impulsivas existen.

Fin de semana

El sábado, mientras las pequeñas, de cuatro años, van a un cumpleaños, me llevo a la mayor a unos recreativos. Después de unas divertidas partidas en las máquinas de hoy en día, se empeña en que eche una moneda en una de esas vitrinas que contienen un brazo metálico y un montón de muñecos, de la Patrulla Canina para más señas. La sola visión de la montaña de perritos la hechiza. ¿Cómo explicarle que, como bien sabemos los adultos, ese tipo de artilugios están diseñados para sacarte el dinero? Me rindo: digo “sí” tres veces, pero antes del último intento le explico muy pacientemente lo que va a ocurrir: “Me queda esta moneda, que iba a usar para aspirar el coche, pero la voy a echar en la máquina. El brazo metálico no va a coger ningún muñeco. La máquina se va a parar. Habremos tirado un dólar más y sin derramar una sola lágrima nos iremos a recoger a tus hermanas. ¿De acuerdo?”. Mi pareja dice que soy muy negativo; yo prefiero “realista”.

A tenor de mi experiencia, concluyo que eludir siempre el “no” es imposible, entre otras cosas porque en ocasiones es obligado para evitar un desastre (“¡no te acerques a la sartén!”). En el lado opuesto, puede que a veces nos pasemos con el “no” porque verbalizarlo lleva menos tiempo que negociar.




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